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Distopías literarias y futuros posibles. George Orwell (VI)

03/12/2022

 

Quizá entre todos los distópicos, el de mayor repercusión sea Orwell.

George Orwell fue siempre una persona comprometida políticamente, como se refleja ya desde sus primeras obras. Un crítico irreductible, como revela su propia trayectoria vital y literaria.

En diciembre de 1936 viaja a España para combatir contra el fascismo. En Barcelona, se alista en las milicias del POUM, un partido marxista de origen trotskista. Orwell admitió después que no era muy consciente de las diferencias ideológicas en la izquierda y que hubiera preferido unirse a la CNT.

En Barcelona es testigo de lo que pueden llegar a hacer los comunistas al cumplir ciegamente los órdenes de Stalin. El POUM es perseguido y diezmado, hasta el punto de que la vida del escritor y de su esposa corre peligro. Eso le permite conocer cuáles eran los riesgos en una situación de terror político.

El POUM es perseguido y diezmado, hasta el punto de que la vida del escritor y de su esposa corre peligro. Eso le permite conocer cuáles eran los riesgos en una situación de terror político.

Nunca renunció a su militancia socialista, pero fue también muy crítico con sus correligionarios. Su denuncia desde la izquierda al estalinismo, un tipo de dictadura política o, mejor aún, de «aparato», era una verdadera innovación del siglo XX, ante la que la izquierda se sintió desorientada.

Aunque era socialista, estaba en contra del régimen de Stalin y criticó muchas de sus políticas.

Además, el concepto de «crimen de pensamiento» que aparece en 1984 se extrajo de las acciones del brazo de la policía militar del Ejército Imperial Japonés de 1881 a 1945.

Denunciaba y criticaba, por supuesto, el sistema capitalista, pero atacaba la deriva totalitaria estalinista y también el tecnicismo lingüístico-manipulador de la «neolengua».

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Sus obras más importantes en el campo de la distopía son las muy conocidas Rebelión en la granja y, sobre todo, 1984.

Mientras escribía  1984, lidiaba con la tuberculosis. Primero comenzó a escribirlo en una granja tranquila en Escocia, luego enfermó y fue llevado a un sanatorio.

También sobrevivió a un accidente grave. En 1947, cuando fue a nadar a Escocia con su hijo y sobrinas, Orwell casi se ahoga porque no llevaba un chaleco salvavidas. Afortunadamente, tanto él como su familia fueron rescatados, pero este accidente lo impactó.

Además tuvo que luchar con sus propias contradicciones.

Orwell había trabajado como propagandista en la BBC antes de comenzar a escribir 1984, que es una novela que critica duramente los mecanismos de propaganda.

En la novela 1984, Orwell no pretende ser un profeta al elegir el título.

La fecha fue simplemente la alteración de las dos últimas cifras del año en que acabó el libro, 1948.

En esta obra, la ciencia no cuenta demasiado en una visión sórdida, gris, tétrica. No recurre a mecanismos de ficción, pues la única novedad técnica son las telepantallas de doble dirección.

 

El gobierno inglés lo mantuvo bajo vigilancia a Orwell, en la época en la que escribía la novela, debido a sus trabajos anteriores.

En los informes de inteligencia, se consideraba que tenía «puntos de vista comunistas avanzados» y se vestía «de manera bohemia tanto en su oficina como en sus horas libres».

Tampoco el protagonista es un héroe revolucionario que despierte simpatías emotivas. Es un hombre mediocre y gris, como todo lo descrito, cuya mínima rebeldía de escribir un diario para ir anotando sus recuerdos y las minucias de cada día constituye un primer desafío intolerable para el Estado.

El hecho de que la obra incluya pocas innovaciones técnicas y sea poco fantástica, la hace más creíble y, por tanto, más terrible.

El carácter terrorífico de 1984 no está solo en los medios represivos, el sistema policíaco o la constante vigilancia a que son sometidos sus ciudadanos a través de la telepantalla.

Ni siquiera en la atmósfera sofocante que describe. Lo peor es la continua revisión y reescritura de la Historia, la alteración del pasado en función del presente.

La humanidad, despojada de la memoria colectiva, pierde uno de los rasgos que la «humanizan».

El que controla el pasado controla el futuro. El que controla el presente controla el pasado,

dice uno de los frecuentes lemas adoctrinadores de la novela.

En 1984, la verdad existe y es temible porque si llegara a ser descubierta, amenazaría al poder.

Por eso el sistema dedica enormes recursos a destruirla, tanto en lo referente al pasado como al presente. Miles de funcionarios trabajan para fabricarla, recrearla y volverla a tergiversar, tantas veces como sea necesario.

El Partido mantiene aislados a sus miembros inferiores de aquellos que integran la casta superior. Y a su vez aleja a los funcionarios de los proles. Y además, les impide pensar.

La uniformidad de opinión, conseguida por una educación moldeadora, implica la completa obediencia al Estado.

Orwell fabula un pensamiento único centralizado. Y éste se replica en la vida del individuo, a cualquier hora, en todos sus actos, de forma opresiva.

«Nada era del individuo, salvo unos cuantos centímetros cúbicos dentro de su cráneo”, se lamenta Winston, el protagonista de 1984.

Los proles son las manos del Estado y están al servicio de su cerebro: el Partido que actúa de forma tan estremecedora y de resonancias actuales como esta:

No era deseable que los proles tuvieran fuertes sentimientos políticos. Todo lo que se les pedía era un primitivo #patriotismo al cual se podía apelar cuando fuera necesario para que aceptaran más horas de trabajo o raciones más pequeñas.

Orwell advierte de que lo que describe supone un peligro inminente. “Orwell nunca equipara tecnología y progreso”, escribe Dorian Lynskey. En su habitual tono pesimista, Orwell escribe durante la guerra que cada avance científico “acelera la tendencia que nos conduce al nacionalismo y la dictadura”.

No era una opinión absurda en ese momento. El progreso científico había sido inmenso desde finales del siglo XIX y lo que Europa había ofrecido al mundo habían sido dos guerras con decenas de millones de muertos.

(Richard Burton y John Hurt en una escena de la película ‘1984’, de Michael Radford.)

Y no se equivocaba.

1984 también es un recordatorio permanente para los que viven en democracia sobre lo que puede ocurrir en las peores circunstancias.

“Al fin y al cabo, el fascismo es un producto del capitalismo y hasta la democracia más amable puede girar hacia el fascismo llegado el caso”, escribió el escritor británico en 1937 en una carta a un amigo.

Ya conocemos hoy los peligros de la neolengua que cambia palabras para cambiar el pensamiento, la policía del pensamiento, la reescritura del pasado para controlar el futuro. El progreso como arma de destrucción del medio ambiente…

La cocina de las noticias, el trabajo esclavo de más de 60 horas semanales, el desprecio por la cultura, los límites del lenguaje que limitan el pensamiento.

La construcción del odio, la eliminación del sentimiento.

Y sobre todo la incapacidad crítica y la manipulación.

Aunque Orwell ya era famoso por Rebelión en la granja, no pudo ver su gran éxito con 1984.

Al autor le da tiempo a escribir a un sindicalista norteamericano con la intención de mantener su compromiso político. Le dice que el libro no es “un ataque al socialismo ni al Partido Laborista británico (del que soy simpatizante)”.

Lo define como una advertencia. Si no se lucha contra el totalitarismo, “podría triunfar en cualquier parte”.

Orwell no creía que el mundo fuera a acabar de forma irreversible en ese espanto. Lo dejó bastante claro con sus palabras pronunciadas desde una cama del sanatorio de Cranham:

“La moraleja que podemos sacar de esta peligrosa pesadilla es simple. No deje que ocurra. Depende de usted”.

Murió el 21 de enero de 1950, siete meses después de la publicación del libro.

De nosotros depende que esta pesadilla no se haga realidad.

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