Los clásicos lo son precisamente porque son eternos. A veces, tienen más que decir de lo que pasa en nuestros días que muchos de nuestros contemporáneos.
En esta época electoral -confusa, sucia, apresurada y agresiva, sobre todo por parte de algunos- en la que líderes de toda clase e ideología pretenden convencernos y conseguir nuestro voto, viene bien recuperar la doctrina de Cervantes.
El Quijote es la novela del diálogo y la duda frente al dogma contrarreformista imperante en la época. Instaura un mundo de incertidumbres, moderno y cercano al que vivimos. La sociedad líquida de la que habla Zygmunt Baumann.
En ese mundo, don Quijote desempolva sus viejas armas y se lanza a los caminos en busca de una verdad llena de dudas, pero basada en el honor y en la fidelidad a unos ideales.
El caballero aprendió, antes de su muerte, que la Verdad con mayúscula no existe, pero que vale la pena luchar y morir por ella.
Aprendió, también, que las verdades absolutas y los dogmas –sean religiosos, políticos o morales- son la base del inmovilismo, cuando no del retroceso. Que se imponen por la fuerza y provocan parálisis, miedo y falta de crítica. Silencio.
Que apelan a las tripas y no a la razón. Y en el terreno del sentimiento, es fácil maniobrar para oscurecer el pensamiento.
Dudar no le impidió a nuestro caballero la acción, ni equivocarse lo hizo flaquear en su empeño.
Nuestra época no puede ser comprendida con verdades absolutas, monolíticas y pretendidamente incontestables, como pretenden algunos, sino con dualidades en lucha activa y razonadora. Vivimos en una sociedad líquida, en palabras de Bauman. Zygmunt Bauman, acuñó el término de modernidad líquida, basándose en los conceptos de fluidez, cambio, flexibilidad, adaptación de los tiempos actuales.
Ya decía Unamuno que el único modo de vivir es dudar. Porque de esa duda se deriva la acción y el pensamiento crítico, no la pasividad que es sólo signo de derrota. El refugio en la duda para evitar la acción es de cobardes.
Por supuesto que nunca podemos estar seguros del todo, sólo lo están los dogmáticos. Y el dogma es lo contrario de la verdad libre.
Quien no duda no vive. Quien vive en el dogmatismo es como si estuviera muerto.
La duda es revolucionaria porque evita el fanatismo y promueve la tolerancia. Y hoy, más que nunca la amenaza ultraderechista intolerante, dogmática y retrógrada está ahí. Prometiendo mundos idílicos en los que las personas están ausentes. Porque su concepto de patria está vacío de ciudadanía. Es un reducto en el que las banderas y los himnos ocultan intereses particulares. Y la derecha clásica cabalga detrás en un seguidismo tan vergonzoso como suicida.
La duda crítica y activa aumenta nuestro conocimiento y nos permite elegir en libertad. Desempolvemos las viejas armas y actuemos. Votemos porque hay demasiado en juego. Ni más ni menos que la democracia y los derechos frente a la intolerancia totalitaria sierva solo del dinero. Que no duda en vender su país a los oligarcas, eso sí, envuelta en banderas e himnos que oculten sus fines.
Todo cuadra. Si esos oligarcas que los financian desembarcan en este país, controlarán los negocios de la sanidad, educación, vivienda, servicios sociales privatizados. La extrema derecha, y la dos derecha seguidista, venden el país al dinero extranjero en nombre de una «patria» vacía de derechos. Los más débiles pagarán caro que lleguen al poder.
Este domingo deberemos buscar nuestra verdad y manifestarnos en las urnas. Verdad aun en la duda, porque no existen certezas sin fisuras.
Dudemos y pensemos, pues, activamente y participemos con nuestro voto en la única ocasión en la que podemos elegir personalmente.
Debemos votar sin miedo y con esperanza, siendo conscientes de la gravedad del momento político que vivimos. Y sobre todo del peligro para los consensos básicos, la convivencia, los derechos y las libertades que supondría un gobierno de la derecha con la extrema derecha. Su falta de valores democráticos, como la tolerancia, la igualdad y el diálogo, los aleja de la verdadera política.
Afirmaba Francisco Fernández Buey —hombre inequívocamente de izquierdas y luchador por aquello en lo que creía, mientras le quedó un suspiro de vida— que la política sin valores no era política: era politiquería.
Hagamos oír nuestra voz contra la politiquería sin escrúpulos.
Porque, ¿qué hay en el silencio, la abulia y la abstención? Quizá sólo el miedo y la cobardía del Sancho de la primera parte del Quijote, que acompañaba a su señor sólo por interés: gobernar una ínsula.
Hasta el Sancho del final del Quijote anima a su señor, en su lecho de muerte, a seguir en la lucha, a perseguir los ideales, a luchar por ellos y a actuar:
Porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía.
Y el lunes ya no habrá remedio. Habremos dejado morir libertades y derechos. La democracia estará herida y caminaremos la senda del totalitarismo que ya conocemos desgraciadamente. El franquismo siempre ha estado ahí, agazapado. Ahora saca pecho a lomos del dinero y los intereses de los oligarcas.
No perderán solo los más débiles, perderemos todos. Pondremos en riesgo la democracia que tanto costó conseguir.
Marta Sanz es una escritora que siempre sorprende. Da igual el género que elija, el tema, la estructura…
Y no es casualidad, porque la sorpresa viene del trabajo bien hecho. Del exquisito cuidado en la tarea de escribir, del respeto por el lenguaje y por la comunidad lectora. Y también de su falta de ataduras con las modas literarias. Su literatura sabe faltar al respeto a la ley severa del canon.
Si a eso añadimos su capacidad especial para ver en la realidad señales que a los demás nos pasan desapercibidas y para entender, en el presente, las marcas de lo que será el futuro, nos encontramos con una autora certera, lúcida y original siempre. Una autora que escribe desde una posición tan honesta como incómoda e irreverente.
Marta Sanz habla desde una claridad y sentido de la responsabilidad tales, que hace que sea temida por un sistema al que radiografía sin piedad, poniéndolo ante el espejo y desvelando sus contradicciones.
«Quiero escribir feo de lo feo y dinamitar con violencia los dictados del canon», nos dice.
Abomina de la felicidad impuesta y falsa que vende el neoliberalismo. Del engaño bobalicón y paternalista que infantiliza al lector, despreciando su inteligencia. Como dice, citando a Ida Vitale: «Hay que empinarse un poquito para leer». Su literatura no es de evasión sino de inmersión. No de puro entretenimiento, sino de reflexión. La exigencia que se impone a sí misma la traslada a la persona que la lee.
Marta Sanz no se pliega al mercado. Apuesta fuerte porque tiene claro que hay que sacar a las personas lectoras de su zona confortable, removerlas. La sacudida puede hacernos ver una realidad alternativa a la que nos la pintan.
Ya vio la crisis de 2008 en su novela de 2003, Animales domésticos.
Se atrevió a escribir Amor fou. Una novela tan rompedora y desasosegante como real. Tan real que algunas editoriales no la publicaron pese a haberla comprado. Se publicó, en 2014, en EE UU, y recientemente la ha rescatado Anagrama. Marta Sanz siempre escribe con los ojos abiertos a la realidad, por dura que sea. Y todas sus profecías se han ido cumpliendo.
Se retrató a sí misma y a su época en La lección de anatomía, una excelente lección de vida y literatura.
Denunció la no tan inmaculada Transición y la engañosa liberación femenina en la magnífica Daniela Astor y la caja negra, que ya tiene versión teatral.
Desveló la falsa sociedad envuelta en oropeles que escondía una realidad podrida en Farándula.
Denunció la medicina patriarcal que obvia a las mujeres y evidenció un cuerpo lleno de cicatrices, producidas por el trabajo precario, en Clavícula que también se ha adaptado al teatro. Precariedad, que ya estaba en Animales domésticos.
Las personas que nos dedicamos a la cultura tenemos una situación económica muy inestable y eso se me clavaba a mí también en el cuerpo,
se lamenta.
Su trilogía de novela negra, que comienza con Black, black, black y acaba con pequeñas mujeres rojas, reinventa el género y escanea una sociedad a la que pone del revés. Porque, según confiesa, utiliza este género para denunciar las miserias del sistema, en la vida cotidiana.
pequeñas mujeres rojas (así, con minúscula), es un prodigio que hay que leer despacio y dos veces, como nos recuerda el coro de niños perdidos y mujeres muertas. Una de las novelas más deslumbrantes y certeras del panorama reciente. Un viaje al rencor solidificado, porque: «Todavía tenemos cuentas que saldar con los óxidos franquistas».
Recientemente ha recibido el Premio Castelló Negre por su contribución excepcional a este género. Premio merecidísimo porque Marta Sanz ya es un referente de la novela negra. Premio que se une al Ojo Crítico, Tigre Juan, Premio de la Crítica de Madrid y el Herralde.
Marta Sanz no es una autora al uso, tampoco en poesía. Sus poemas, recientemente publicados juntos con el título Corpórea, son a veces puñetazos directos al alma, la suya y la nuestra.
La tensión de la página
el poema
es
una goma tirante.
Si la suelto de golpe
puedo sacarte un ojo.
O hacerme muchísimo daño.
A mí misma.
El subtítulo del libro (No quiero perder a mi animal. Que no se vaya) evidencia que su poesía no es solemnidad, es pura materia, puro cuerpo, pura vida.
El poema es un espacio.
Mide cinco por tres centímetros.
Es un piso de protección oficial.
Tampoco es complaciente en sus ensayos.
No tan incendiario es una declaración de intenciones descarnada y sincera sobre la literatura. «Un ensayo esquizoide que pretende ser cualquier cosa, menos académico», afirma.
Éramos mujeres jóvenes, su segundo ensayo, denuncia el ninguneo social de las mujeres explotadas por una sociedad patriarcal que las margina en el postfranquismo. Lo hace desde la conciencia de ser «mujer entre las mujeres» que durante mucho tiempo pensaron que eran «libres e iguales a los hombres». Pero, eso «fue un espejismo, un fruto de la vanidad»
Y Monstruas y centauras aborda el feminismo hoy. Cómo «proteger» la lucha feminista de simplificaciones y de la comercialización del capitalismo salvaje que amenaza absorberla. Y sus palabras suenan proféticas en una época difícil para el movimiento feminista.
Hay algo común en cada una de estas facetas de su obra. La obsesión por un lenguaje ajustado. Cada uno de sus libros es una conversación con el lenguaje que nombra el mundo y nos conforma como somos. La forma en la que escribe Marta Sanz es también una decisión ideológica.
Creo que la literatura siempre tiene que ver con la necesidad de buscar un nombre. Para contar un mundo que no se ha contado nunca, o que ha mutado.
Y el estilo es eso: cómo reflejas esos cambios o formas imposibles.
Con esa valentía, que la lleva a ser consecuente consigo misma y con la literatura política dirigida a personas inteligentes que defiende, aborda narración, poesía, ensayo o crítica literaria: «Me arrojo contra las paredes y espero que sirva«.
Con la misma actitud dirigió la revista literaria Ni hablar, escribe crítica literaria y columnas en El País y aborda la tertulia El rincón y la esquina en Hoy por hoy, en la cadena SER, cada miércoles.
La pandemia y el encierro que trajo consigo produjeron en ella reflexiones que ha plasmado en dos libros.
El primero, Parte de mí, hace de un medio como internet y las redes sociales que convierten, según Marta Sanz, la democracia en demagogia y cambian el significado de las palabras, una herramienta literaria. Limpia palabras manchadas y teje hilos de palabras e imágenes que le permiten salir del laberinto del encierro. Un hermoso canto a los afectos, a la escritura y a los libros.
Y también, para nuestra suerte como comunidad lectora, hay otro libro gestado en tiempos duros. El que hoy presentamos Persianas metálicas bajan de golpe.
Si en Parte de mí, Marta Sanz logró humanizar las redes, en esta nueva novela nos avisa de sus peligros. La tecnología tiene su parte buena que nos cura, nos ayuda a sobrevivir, nos asiste. Y también su parte mala. Nos hace creernos libres, cuando nos esclaviza. La inteligencia artificial es acomodaticia. Puede hacer literatura, pero la despoja de su faceta subversiva porque es incapaz de rebelarse contra su programador, su ingeniero jefe. Nos hace desmemoriados y nos despoja de lazos sociales.
La pandemia, que desveló lo peor del ser humano, que nos hizo un poco peores y no mejores, que produjo tanta confusión como incertidumbre, quizá empujó a Marta Sanz a escribir esta novela que, bajo la ficción de un futuro, desvela nuestro presente. El futuro ya está aquí —ES EL FUTURO— y no es agradable precisamente. El futuro como tiempo de promesa se ha acabado. El sonido metálico de las persianas que bajan de golpe y el parte meteorológico—HOY NO LLUEVE Y MAÑANA TAMPOCO LLOVERÁ— son una melodía inquietante y perturbadora que cruza la novela.
El futuro se nos presenta como algo oscuro y amenazante con ruido de cierres metálicos y sequía insoportable, no solo de agua. También de pensamiento
Marta también será aquí rompedora, como veremos. Y este libro, como hacen las buenas distopías, las que mueven a actuar y no las que paralizan con miedos, ofrece luz en la oscuridad. Da esperanza.
La novela transcurre en un mundo con nombre de sello discográfico o vieja sala de fiestas, Land in Blue (Rapsodia). Imposible no tener de música de fondo, al leerla, la composición de Gershwin, Rapsody in blue. Música clásica y jazz. Lo antiguo y lo moderno. El romanticismo y lo virtual.
Es un universo terraplanista, estirado como chicle después de eliminar China, con un aséptico subterráneo frente a la superficie contaminada. El Subestrato es una mezcla cutre de las Vegas y una Venecia barroca y hortera con ambientadores. Que me recuerda mucho a Marina D’Or. Aquí viven protegidos los menos, los hampones simpáticos de la economía de casino, que financian al ingeniero jefe. Los siete jorobados del subsuelo, que recuerdan la novela de Emilio Carrere. Los que gritan:»¡Me juego Groenlandia!», mientras el mundo se hunde.
Arriba sobreviven los más. Los explotados.
Una catástrofe planetaria y letal ha diezmado a la población que, deshumanizada y falta de esperanza, se arrastra literalmente por la vida.
El instrumento de control es la tecnología, y el mundo es mucho peor que antes del desastre. «Vivir lo malo genera una capa de luz» dice la mujer madura. «O se te funden los vatios», replica el hombre del terno oscuro.
Es un mundo de esclavos con apariencia de libertad. Sin memoria porque todo está en los dispositivos, «donde la soledad reina y toda la vida consiste en recoger leña menuda para paliar el frío de una soledad terminal e inevitable».
Un mundo smart para habitantes idiotizados y acríticos.
Un dios lo rige todo. Es el ingeniero jefe, algoritmo Smith invisible y omnipresente. Gran jefe blanco varón, por supuesto, que en su garaje mueve impasible, con una cerveza en la mano, los hilos de un mundo hipervigilado e hiperconectado. Censor inmisericorde de la cultura, inculto con faltas de ortografía, que no comprende las oraciones complejas. Es un dios lampedusiano, manazas y humano imperfecto que ejerce un poder perfecto. Series alienantes y falsamente críticas lo colonizan todo, encauzan la ira y distraen de los verdaderos problemas a la sociedad. –En ellas, Marta Sanz se autocita y recrea algunas de sus columnas de El País– El dios no ama su S. L. Land in blue. Si desaparece, creará otra. Ventajas de los ceros y unos. «Los débiles deben perecer para que los fuertes sobrevivan.»
La vigilancia es una obsesión. Y los ángeles-ojo del dios algoritmo son los drones. Programados y dirigidos por él.
La economía de Land in Blue se basa en los limpiahogares (la obsesión por la limpieza) y la chatarra (los desechos, la obsolescencia que desmitifica el glamur de la tecnología, que al fin y al cabo son cacharros). El trabajo es la vida: «El mundo no se puede parar, cojones», dice el sutil y elegante ingeniero. Nada es público, y la mujer madura barre las calles antes de empezar su trabajo.
Los trabajadores son ancianos (carretilleras, costureras, hombres del mono azul). La juventud, atontada por los limpiahogares, es como una ameba. Vegetan en residencias. Y la niñez es una anomalía, una especie en extinción. Son seres que quieren envejecer para poder trabajar un día. Aislados en pisos, agonizan por falta de futuro.
Las mujeres son enemigas de otras mujeres. Madres contra hijas. Hijas contra madres. Son objetos sexuales, violentadas, maltratadas. Víctimas del heteropatriarcado, como los drones de la programación.
En este mundo no hay ciencia. Basta el algoritmo. Se prohíben las bibliotecas, se reescriben y censuran libros.
La política es intrascendente. Los votos dependen de la economía. Todo es como un gran concurso. Si no compras no votas.
Persianas metálicas bajan de golpe entra en lo que se ha llamado distopía crítica. Los años 80 del siglo pasado eran los tiempos del todo se acaba. La historia, las revoluciones, las ideologías. La globalización neoliberal nos prometía un presente eterno, y el futuro era cosa del pasado.
Se reivindicaba otra vez, desde el patriarcado, una vuelta romántica a los valores femeninos que sólo escondía el sometimiento de las mujeres. Y fueron las mujeres quienes combatieron el retroceso, al hacer emerger esta distopía crítica que mantiene viva la esperanza.
Los personajes y las personas lectoras pueden intuir un horizonte. Los finales ambiguos evitan el cierre absoluto de la narración. Esta distopía feminista integra dos factores esenciales que están en el libro que presentamos. El primero, la crítica al patriarcado, y el segundo, la fuerza necesaria para rebelarse y dar esperanza.
En esta novela tres drones vigilan, entienden y amparan a tres mujeres. Son capaces de defenderlas, sacrificarse y redimirse. Producen más empatía que los humanos y casi son tiernos en su frialdad de máquinas. Recuperan el contacto, los cuidados, la ternura, el sentimiento. Aman a las mujeres frente a los novios, hampones y el ingeniero jefe, que solo las usan. Cuidan su lenguaje, crecen, evolucionan.
Flor Azul, el ginedrón geisha se rebela contra el olvido, mima a la mujer desmemoriada y palía su soledad con una voz enlatada, Bibi. Ginedrón celoso y feminista, con conciencia social, le repele el ingeniero blanco, aunque está colonizada por él. Realiza conexiones y piensa.
Es fanática del cine francés y ama a Iluminada-Mina-Lucy-Lusi. —Y quiero resaltar que los nombres son significativos siempre en este libro. No en vano Iluminada-Lucy es el nombre de la mujer de mente oscurecida. Y todos los personajes tienen varios nombres—. Mina-Lucy es la escritora fantasma, espécimen raro, neurótica, pequeña y cansada, que elige olvidar con el aroma de las flores azules. El ginedrón que quería llorar ampara a la mujer más libre y más vigilada.
Obsolescencia, es el dron anticuado, viejo verde desencantado, como los detectives del cine negro, que se rebela contra el conformismo. Vigila y ama a su amazona Selva, víctima de la hiperconexión. La superviviente en la selva del horror. La hija verdugo de Mina. Selva-Belba-Telva solo piensa en bailar…. Su condena es estar siempre conectada —»Si paras el algoritmo te penaliza»— y se enfrentará a un final estremecedor. Es una víctima de su siniestro novio, «pobre con conciencia de rico», que remite a un partido ultraderechista cercano de cuyo nombre no quiero acordarme.
Y Cucú es el dron adolescente de última generación, que lloraría si pudiese y al que le gustaría tener corazón. Obsesionado con el lenguaje, que va perfeccionando para cultivarse y crecer. Su género cinematográfico son las pelis del oeste. A través de él, Marta denuncia un lenguaje humano empobrecido, de menos de 1500 palabras. Las imprecisiones, la lectura superficial… Es un dron que ansía pensar No solo acumula información, relaciona. Se rebela contra su naturaleza despreocupada, transgrede leyes virtuales y evita el olvido, documentando el cruel final de su protegida, Tina-Cajita, la otra hija de Mina. Tina es la metáfora estremecedora de una niñez perdida. Es la niña-anciana, amante de la poesía, silenciosa —sigilosa casi— que elige su destino, empujada por la crueldad de su existencia y la falta de futuro.
Pero en el horror de Land in Blue, ya late la esperanza. Un anciano de mono azul que grita cada mañana JUANITA, NO QUIERO, agarrado a los barrotes. Es el primer rebelde. Aunque la gran revolución vendrá del conjunto de la masa humana explotada —»los imprescindibles son los que ayudan sin tener lazos entre ellos»—.
El achacoso cuerpo de la masa revolucionaria quizá alumbre una nueva primavera. Porque, a diferencia del humano imperfecto, el grosero ingeniero jefe, ellas y ellos sí aman su mundo y quieren cambiarlo. Como las mujeres trabajadoras de la cita de Luisa Carnés, que inicia la novela e inspira su título.
Persianas metálicas bajan de golpe comienza con la declaración de que el texto es la transcripción de un manuscrito encontrado, lo que evidencia que hay futuro. Sus tres partes parecen coincidir con la vida de los drones: pájaro, detective, electrodoméstico. Esa serie que inquieta al Cucú adolescente porque en ella no sobra nada. Ignora que, como dice otra de las citas introductoras del libro: «Los pájaros no existen, son drones».
La dedicatoria que lo precede ya es una declaración de intenciones irónica y certera de lo que será la novela.
Dedico este libro a esa gente sencilla que tanto me gusta: Federico Fellini, Bob Fosse y Lars von Trier. Por la sofisticación y los ornamentos que nos ayudan a ver.
Tres directores que juegan con el exceso, la crueldad y el humor para desvelar la realidad.
Y es que esta novela es su lenguaje. Está dividida en 60 fragmentos, encabezados por frases que van desde lo jocoso a lo provocador, pasando por lo dramático y lo poético. Frases hechas, referencias cinematográficas y literarias hilan una prosa musical, onomatopéyica, que combina sabiamente lo culto y lo gamberro. El espejo cóncavo nos hace ver mejor la realidad. Como Valle-Inclán, Marta piensa que lo nuestro no es una tragedia, es un esperpento.
El vocabulario no solo es rico, es deslumbrante. Y nos ayuda a entender cómo nos ha empobrecido lo virtual, cómo se nos reduce el pensamiento al reducir nuestro vocabulario. Cómo la máquina nos supera en conciencia lingüística.
«Me he puesto del otro lado del discurso hegemónico, en el de la exigencia«, afirma la autora.
El estilo de Marta Sanz es, en la primera parte, de frase corta, tajante, casi aforística. Aliteraciones, antítesis, rimas musicales y burlescas. Con párrafos poéticos que conviven con otros radicalmente provocadores y crueles…
Cada fonema multiplica el peso de la enumeración que hará que la coraza que protege el mundo del ingeniero analfabeto se rompa.
El lenguaje puede salvarnos. Los ornamentos nos ayudan a ver. La claridad viene de la desconexión.
La estructura, cuidadísima, es un camino con pistas para las personas lectoras, que debemos estar muy atentas a señales sutiles en el texto: prospecciones, orden de los fragmentos, series intercaladas, digresiones… Para encajar bien todas las piezas.
Este libro es un musical, una rapsodia excelente en la que se une lo clásico y lo moderno, lo analógico y lo virtual, lo sentimental y lo frío, la máquina humanoide y el ser humano robotizado. La ética y la estética. Una partitura, como Rapsody in Blue de Gershwin, que se ha compuesto en medio del ruido.
Él lo hizo en un tren. Marta Sanz, en un mundo herido por una pandemia y un capitalismo salvaje marcado por la injusticia, el crimen, el machismo y la xenofobia. Donde lo virtual sustituye a lo real. Donde la memoria individual y colectiva se pierde, y nos priva de nuestra identidad. Donde sobran virtualidades y faltan realidades. Ambas, rapsodia y novela, son un caleidoscopio que encapsula el espíritu de una época.
Las buenas narraciones distópicas, como esta, llevan dentro la posibilidad de nuevas realidades que hay que cultivar mediante la acción política.
Creo que Marta Sanz incide en una resistencia imprescindible para conjurar la idea peligrosa de que vivimos un apocalipsis en tiempo real.
Ese dogma apocalíptico nos paraliza, neutraliza el espacio ético y político y deja nuestro destino en manos ajenas. La construcción de una inteligencia artificial solucionista pretende hacernos creer que vamos a un mundo sin problemas. Mientras que la verdad es que el futuro lo diseñan el internet de las cosas, los grandes bancos y las empresas de comunicación.
Un futuro mejor depende de nuestra capacidad de decir NO QUIERO, como el anciano del mono azul. Y también, de la acción colectiva.
Si no actuamos, el olor a mierda lo impregnará todo y los causantes del desastre volarán lejos a crear otro mundo SL, otra empresa lucrativa.
Lean a Marta Sanz, por favor. Eso sí, háganlo despacio. Porque hay que rebelarse también contra la prisa, la banalidad y la engañosa facilidad de una literatura puramente de evasión. Para eso tenemos inteligencia, humana no artificial.
No se arrepentirán, aprenderán a resistir en tiempos de apocalipsis. Comprenderán la enorme riqueza expresiva del lenguaje, aprenderán de cine —a mí la alusión a El Cebo me ha impactado especialmente, porque es una de las películas que más me marcó en mi infancia—, de lingüística, de literatura, arte, cultura en todas sus manifestaciones. Y de sentimientos.
Reconocerán un mundo escalofriantemente cercano en el que la caricatura y la hipérbole actúan como revulsivos. Se estremecerán y reirán a un tiempo. Porque solo el humor permite salvarse del miedo y del horror. Digerir tanta deshumanización, soledad, injusticia y dolor como destila Land in Blue S. L.
Un mundo duro y cruel. Con muerte, mucha muerte.
Pero también, y sobre todo, con resistencia y con la esperanza de encontrar otra luz.
Este texto se leyó en la presentación de Persianas metálicas bajan de golpe en la librería Ambra de Gandia el 8 de mayo de 2023.
Las imágenes de drones pertenecen a la videoinstalación, An Understanding of control, de la artista Alicia Kopf. En ella explora el amor «no humano».
El 7 de noviembre de 1991, Elena Garro pisó tierra mexicana después de casi veinte años de ausencia, para recibir una serie de homenajes en Guadalajara, Aguascalientes, Monterrey y Puebla, culminando con un reconocimiento en el Palacio de Bellas Artes. Fuimos testigos de que la escritora no se había ido del todo de México cuando salió huyendo por carretera el 29 de septiembre de 1972. Nos dejó su obra. Una de las más valiosas contribuciones para comprender la cultura y la historia mexicanas.
Son palabras de Patricia Rosas, en un hermoso artículo sobre esta mujer tan excepcional como desconocida. Patricia Rosas Lopátegui es también autora del libro «Cristales de tiempo» que rescata los poemas de Garro.
Elena Garro es una autora con una obra ambiciosa que sigue siendo poco leída en su idioma, no formó parte de ningún boom, siempre se quejó de estar marginada y, como otras autoras de su generación, sigue siendo pieza suelta y rara.
Como tantas mujeres fue relegada. Y la sombra de su pareja, Octavio Paz, oscurece su figura. El poeta, como Juan Ramón con Zenobia Camprubí, Martínez Sierra con María Lejárraga o Menéndez Pidal con María Goyri , -aunque sus casos son todos diferentes-, vela la figura de la mujer, como dictan los cánones del patriarcado.
Como la mayoría de los intelectuales mexicanos en los años 50 y 60, el poeta Octavio Paz mantenía una posición machista hacia su pareja, asegura la investigadora Rosas Lopátegui, siguiendo los diarios de Elena Garro.
Octavio Paz no permitió la competencia en casa, él sabía del talento de Elena, pero obstruyó su desarrollo intelectual. Ella quedó reducida al entorno privado y doméstico durante dos décadas y media en que no puede escribir ni publicar.
En los cuadernos, cuenta que muchas veces tuvo que quemar sus escritos para evitar problemas con su esposo. Y Patricia Rosas afirma tajante:
Elena Garro en una entrevista me dijo que Octavio Paz le había prohibido escribir poesía porque ese era su terreno. Él sabía del talento de Elena, pero obstruyó su desarrollo intelectual.
Es una visión personal de la autora, y hay quien duda de su veracidad, como es el caso de Elena Poniatowska que era amiga de Octavio Paz y de Elena Garro. Y que conoce la complicada personalidad de la escritora.
En sus cuadernos Elena Garro escribía poemas. Lo hacía a escondidas, mezclaba las estrofas con pasajes de su vida cotidiana en París.
Varias veces arrancó las hojas de la libreta y quemó lo escrito. Otras, la mayoría, ocultó los textos.
Sólo ella, durante mucho tiempo, supo de ellos. En sus líneas secretas hablaba de seres fantásticos, de animales, playas.
De su vida con el poeta Octavio Paz, la nostalgia por México y su familia. Y de la soledad.
La realidad es que Elena Garro fue el envés, obsesivo y doloroso, de Octavio Paz. Contra él vivió, contra él escribió.
Se llamaba Elena Delfina Garro Navarro y nació el 11 de diciembre de 1916 en la ciudad de Puebla, de padre español, José Antonio Garro Melendreras, y madre mexicana, Esperanza Navarro Benítez.
En su infancia en el pueblecito de Iguala tuvo oportunidad de leer a los clásicos en la vasta biblioteca familiar. Su tío Boni consideraba normal que su sobrina tirara piedras, mientras él le leía las coplas de Manrique: “Nuestras vidas son los ríos/que van a dar a la mar/que es el morir”.
Pero también se empapó de la cultura autóctona, de los relatos mágicos de la cultura prehispana, de lo real maravilloso.
En su adolescencia, entre los 12 y 13 años, va a Ciudad de México para realizar sus estudios primarios y secundarios. Estudió en la preparatoria en el Antiguo Colegio de San Ildefonso de la Universidad Nacional Autónoma de México e ingresó en la carrera de Letras españolas de la misma universidad. Pero no terminó la carrera. Tampoco siguió con el teatro y a la danza. Elena había estudiado danza clásica y era coreógrafa del Teatro Universitario dirigido por Julio Bracho.
Octavio Paz, estudiante de Derecho, de 21 años conoció a Elena Garro, que tenía 18 y estudiaba Bachillerato, y su amor ya empieza a mostrar sombras. Los padres de la que se convertiría en una de las novelistas más brutales de México no aprueban la intensidad de la relación y amenazan con enviar a su hija a un internado.
Su padre, que había visto la actitud soberbia y dominante de Paz, no aprobó ese matrimonio. Elena Garro se casó a escondidas y ello marcó su vida. El 25 de mayo de 1937, se unieron en matrimonio ante 4 testigos, y mintieron sobre la edad de ella ya que no cumplía el requisito de contar con 21 años como marcaba la ley del momento.
Así lo contó en una entrevista:
Y me casé porque él [Octavio] quiso, pero desde entonces nunca me dejó volver a la universidad. Me dediqué a periodista porque él ganaba muy poco dinero entonces y porque eso no opacaba a nadie, sino que producía dinero. Y me dediqué a callar porque había que callar.
(Carlos Landeros, “En las garras de las dos Elenas”, Los Narcisos, México, Editorial Oasis, 1983, pp. 130-131).
Vivió con Octavio Paz cerca de 30 años y tuvieron una hija, Helena.
Durante la Guerra civil española, recién casada, Elena viajó a España junto con Octavio Paz para asistir al II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura en Valencia.
El resultado de este viaje fue el relato de su experiencia en Memorias de España 1937, publicado en 1992, donde describe de forma crítica y certera las personalidades y actitudes de los intelectuales asistentes al Congreso. Ahí está ya su tono crítico, picante e independiente que no abandonará nunca.
Como afirma Patricia de Souza:
En esta obra está su hedonismo dionisiaco, sus escapadas a las playas de Valencia, en plena guerra civil española, con Octavio Paz al lado señalándola como frívola y burguesa.
Escenarios, rostros, Pablo Neruda, Vicente Huidobro, Luis Cernuda, André Malraux, León Tolstói, nadie escapa a su mirada veloz y ansiosa por encontrar signos de vida en medio de un paisaje de muerte.
A pesar de reconocerse escéptica, no se le escapó el color de la desolación, el presagio de la derrota, tal y como lo describe en una visita a Antonio Machado en las afueras de Valencia, Villa Amparo en Rocafort:
Entramos a una casa de portón grande, jardín descuidado y aromas diluidos del reciente verano. Había hojas en el suelo y un silencio solemne. (…) Una tristeza impresionante se extendía por toda la casa: se diría abandonada o habitada por personas sin esperanzas. Apareció Antonio Machado vestido de negro, con un traje muy usado, sonrió, pero de una manera muy diferente a la sonrisa que los demás nos regalaban, se diría que sonreía con resignación.
En su primera etapa de matrimonio, Elena Garro trabajó como periodista en la revista Así.
Viajó a Berkeley con su familia, en donde residió casi un año. A mediados de 1945, se trasladó a Nueva York y trabajó como editora y traductora de la revista Hemisferio. Y más tarde se mudó con su hija a Francia para reunirse con Octavio Paz.
Vivió en París y otras ciudades europeas, y algunos meses en Japón.
La familia Paz Garro volvió a México hacia finales de 1953.
A finales de los cuarenta, Elena Garro se había enamorado locamente del escritor argentino Adolfo Bioy Casares. “Este 17 de junio de 1949 es definitivo en mi vida; se acabó Octavio”, escribió.
Ahí se rompió el matrimonio, pero el divorcio -nunca formalizado- no llegó hasta 1959. En estos años en común no todo fue negativo. En las horas dulces, el premio Nobel «respetó» a veces el talento de su esposa. Y ella le abrió los ojos sobre el horror del estalinismo.
Parecían predestinados uno para el otro. No lo fueron. Ella provenía de una familia revolucionaria partidaria de Pancho Villa. Era hermosa, enigmática, quiso ser actriz, fue periodista, escritora y dramaturga. Octavio Paz era hijo de una familia zapatista. Era apuesto, inspirado, activista de izquierda, poeta, ensayista. Desde el inicio fue una relación desigual. Aunque desdichado, aquel matrimonio fue literariamente fructífero. La correspondencia entre ambos comprueba que se trataban como pares: se admiraban, se apoyaban, se leían.
explica el historiador Enrique Krauze, biógrafo de Octavio Paz.
Y también se herían.
Sheridan, biógrafo de Paz, los describe como “mutuos cautivos”. “Como toda buena historia de amor, tiene sus éxtasis y tiene sus desastres”, dice. “Paz se enamoró de otra mujer e inició otra historia salvaje. Elena Garro prefirió convertir su odio en una religión”.
Su “romance” se basó en prohibiciones, en resentimientos por alejarse de los objetivos deseados, en rencores por no hacerse felices, en celos profesionales y violencias. Así lo describió la poeta Garro en un su obra Memorias de España 1937:
durante mi matrimonio, siempre tuve la impresión de estar en un internado de reglas estrictas y regaños cotidianos.
Paz, un día, acudió a Ciudad Juárez y tramitó una separación exprés. Garro se enteró por una notificación judicial. Con aquel papel, el poeta soñó enterrar el vínculo, algo que jamás lograría. “Ella es una herida que nunca se cierra, una llaga, una enfermedad, una idea fija”, llegó a decir.
En palabras de Elena Poniatowska, amiga de los dos: «Paz admiró a su mujer, que no dejaba de asombrarlo, mejor dicho de inquietarlo y desazonarlo hasta despeñarlo al fondo del infierno”.
En Elena, la separación también dejó una herida profunda.

Elena Poniatowska entrevista a Elena Garro en abril de 1966. (Fototeca MILENIO)
Garro hizo de su dolor un monstruo. La propia autora lo reconocería antes de su muerte:
Yo vivo contra él, estudié contra él, hablé contra él, tuve amantes contra él, escribí contra él y defendí indios contra él. Escribí de política contra él, en fin, todo, todo, todo lo que soy es contra él (…) en la vida no tienes más que un enemigo y con eso basta. Y mi enemigo es Paz.
Octavio Paz pocas veces se refirió a su matrimonio, muchos estudiosos de sus obras creen que, en diversos poemas, se puede apreciar el rencor que llegó a sentir por Elena debido a que no fue la mujer sumisa que él quiso. Pero nunca hizo público su sentir sobre su primer matrimonio, sobre la relación. Ni sobre las difíciles relaciones con su hija.
Pero, como señala Luz Elena Gutiérrez de Velasco:
Octavio Paz es intocable en México, y Elena es la parte débil; se le puede acusar de todo, incluso de paranoia, pero habría que haber estado ahí, en ese matrimonio, para entender lo que sucedió. No estaba obsesionada, sino que el divorcio fue traumático. Aún hace falta mucha investigación. Ella sufrió un largo silencio.
Silencio injusto si tenemos en cuenta que a Elena Garro se la considera precursora del realismo mágico. Aunque ella siempre despreció esta denominación porque consideraba que era una etiqueta mercantilista que le molestaba. Decía que el realismo mágico era la esencia de la cosmovisión indígena, por lo tanto nada nuevo bajo el sol.
Cuentos como La culpa es de los Tlaxcaltecas demuestra que los viajes a través del tiempo no sólo son posibles, sino que viven en el túnel donde se juntan el misterioso pasado indígena de México y la enrevesada realidad que no deja de planear sobre su territorio desde la Conquista.
Y novelas como Los recuerdos del porvenir, Reencuentro de personajes o Un traje rojo para un duelo son obras maestras.
Los recuerdos del porvenir, como Pedro Páramo de Juan Rulfo, relata, con voz colectiva, cómo las voluntades de los tiranos y villanos terminan por derrumbarse por los suelos como un montón de piedras. Ambas novelas denuncian el caciquismo y las cuentas pendientes de la Revolución en el medio rural.
La estructura temporal de Los recuerdos del porvenir constituye un claro antecedente de Cien años de soledad. Elena Garro crea Ixtepec, ciudad interior que convirtió en su Macondo particular, años antes que García Márquez.
También Octavio Paz celebró la publicación de Los recuerdos del porvenir. “¡Cuánta vida, cuánta poesía, cómo todo parece una pirueta, un cohete, una flor mágica! Elena es una ilusionista”, le escribió al ensayista José Bianco.
Este libro es una de las más grandes novelas mexicanas y su autora merece ahora la atención que quizá ella misma imaginó ayer.
Pero fue Carlos Fuentes quien se perfiló, en esos años, como el prototipo del nuevo escritor mexicano. La literatura del boom latinoamericano, constituido exclusivamente por hombres, blancos y heterosexuales, ignoró la escritura de las mujeres. Marginó precisamente la obra que revolucionó la literatura en Hispanoamérica en los años sesenta: Los recuerdos del porvenir.
En julio de 1957, Garro se dio a conocer como dramaturga. El grupo Poesía en Voz Alta llevó a la escena tres de sus piezas en un acto, Andarse por las ramas, Los pilares de doña Blanca y Un hogar sólido. En 1958 se reunieron en un volumen seis de sus obras teatrales, Un hogar sólido y otras piezas en un acto.
La genialidad de Elena Garro quedó demostrada en todas las actividades que emprendió. No sólo escribió textos literarios y dramáticos, también trabajó en la industria cinematográfica escribiendo guiones, y como activista colaboró de 1965 a 1967 en dos de las revistas políticas más importantes de México.
Garro fue la escritora más poderosa y original del siglo XX mexicano, al menos hasta los años setenta.
Una generación de escritoras avanza por los caminos que abrió. Su poesía está saliendo a la luz, y su teatro al completo es espléndido. Es una autora incomparable que ahora está siendo reconocida de verdad.
dice Gutiérrez de Velasco.
La escritora hablaba distintas lenguas y era una mujer cosmopolita. Durante su vida, vivió en varios países y se graduó de la Universidad de California Berkeley y la Universidad de París.
Pero no solo la figura de Octavio Paz oscureció la memoria de Elena Garro.
También contribuyeron el activismo político de la escritora y las duras críticas que solía hacer a los intelectuales mexicanos. Tenía una personalidad bastante fuerte y siempre atacó a los intelectuales. Se movía en esas capillas por estar casada con Paz. Su rencor hacia él es causa de su animadversión hacia sus amigos.
Y oscuras historias de espionaje y delaciones que enturbiaron su imagen.
En los archivos desclasificados de la DFS se han localizado informes de los agentes encargados de espiarla. Además, en sus diarios, la escritora escribió que su casa fue allanada varias veces.
Sus críticos dicen que Garro estaba loca y sufría delirios de persecución.
Elena Garro fue un ser lleno de contradicciones y enigmas. Para ella nunca hubo medias tintas.
El hecho es que tuvo razones personales para sentirse acosada. Tanto, como para irse de México. Y su huida la perjudicó porque dio veracidad a las acusaciones.
Repudiada por la intelectualidad mexicana, se autoexilió con su hija. Nueva York, Madrid y París. El acto de escribir la protegió y la liberó durante los años negros del exilio.
Durante 20 años, sobrevivió a duras penas, haciéndose perdonar con su infinita capacidad de seducción. “Era mágica y adictiva, pero vivía contra sí misma”, resume Poniatowska, que precisa:
No hubo complot, ni confabulación, ni conspiración en contra suya. Las novelas y los cuentos de Elena eran leídos y comentados. Muchos universitarios querían hacer su tesis sobre su obra, no sólo en México sino también en Estados Unidos. Jóvenes entusiastas deseaban verla, «no seas mala, me muero por conocerla», y varios periodistas andaban tras una entrevista con ella. Su traición (porque la llamaron traidora) sólo acentuó el mito que empezó a fabricarse en torno a ella.
En 1993 regresó a México.
Aunque la traición pesaba, la obra de Garro había ganado espacio. Era una mujer culta y brillante. Y, “seguía siendo muy bella y atractiva, vestía colores suaves, como el durazno, y se ganaba con mucha facilidad a la gente”, recuerda Gutiérrez de Velasco.
Pero nunca fue la misma. Durante los homenajes por el centenario de su nacimiento siguió repitiendo sus obsesiones persecutorias. A pesar de que en varias ciudades de la República la recibieron con emoción, y Elena encontró lectores fervientes. Y en Bellas Artes se hicieron mesas redondas en las que participaron decenas de admiradores.
Pero ella seguía sintiéndose menospreciada y atacada: «Me roban, me atacan, no reconocen mis méritos, me odian, me quieren eliminar, me atosigan.»
Elena Garro volvió a sufrir el destierro. Ahora en su propia tierra y presa de sus obsesiones. Pasó sus últimos años en un mísero piso de Cuernavaca con su hija. Rodeada de gatos franceses y mexicanos, alimentándose de largos sorbos de café. El tabaco y el enfisema ahogaban su voz. Apenas podía respirar.
Vieja y enferma, Elena Garro volvió al principio de su novela Recuerdos del porvenir:
Aquí estoy, sentado(a) sobre esta piedra aparente. Sólo mi memoria sabe lo que encierra […] estoy y estuve en muchos ojos, yo sólo soy memoria y la memoria que de mí se tenga… Quisiera no tener memoria o convertirme en el piadoso polvo para escapar a la condena de mirarme.
El 22 de agosto de 1998 murió de cáncer de pulmón. Igual que durante su velatorio, la mayor parte de personas que la acompañaron fueron periodistas.
Cuatro meses antes había muerto Octavio Paz.
Hasta el último día duró el dolor, el rencor y el odio acumulado.
En estos momentos en que la misoginia, los feminicidios, la violencia en contra de las mujeres en México son una realidad más que alarmante, la obra de Elena Garro cobra más significado.
Desde su reportaje sobre la cárcel de mujeres, “Mujeres perdidas”, de 1941, hasta sus obras de teatro, pasando por su narrativa, Garro denunció la condición de la mujer violentada por los preceptos machistas.
El rastro, escrita en 1957, es un espejo horroroso de la realidad vivida hoy en día.
Por eso y por mucho más hay que estudiar a Elena Garro como autora. Las nuevas generaciones ya la estudian, leen y reivindican.
Más allá de sus obsesiones y su dolor, fue una escritora inmensa que debe ocupar el lugar que merece en la historia de la literatura.
En un artículo de 2021, se preguntaba el escritor Alfons Cervera:
¿Quién se acuerda de Concha Alós? ¿Cuánta gente que ama la literatura sabe quién fue Concha Alós?
Y nos sigue diciendo, en el mismo texto que, cuando era muy joven, leyó un libro de esta escritora titulado Las hogueras. Y que el libro lo dejó grogui, con la mirada perdida en un paisaje que era para él como la cara oculta de la luna.
La mujer escritora que le produjo este efecto se llamaba María Concepción «Concha» Alós Domingo. Y nació en Valencia, en 1922, aunque su infancia transcurrió en Castellón y pasó la mayor parte de su vida en Barcelona.
Su padre fue Francisco Alós Tárrega, camarero de Nules que trabajaría entre otros en el bar Las Planas del Grao de Castelló. Y su madre, la utielana Pilar Domingo Pardo, que se casó con Alós cuando la pequeña Concha ya había nacido.
El padre desconocido será una obsesión que se reflejará en pasajes de las novelas de la autora, como este de Los cien pájaros:
Andaré despacio por la calle Mayor […] Cuando era más joven solía mirar a la cara de todos los hombres que por su edad podían ser mi padre. Creía en lo que se llama la voz de la sangre. Pero ya no creo.
Concha Alós pertenecía a una familia obrera republicana. Debido a los bombardeos de las fuerzas nacionalistas durante la Guerra Civil la familia se trasladó a Lorca. Esta huida y el retorno al final de la guerra serán el tema central de su novela El caballo rojo, publicada en 1966.
Volverá a Castellón pero a un hogar distinto, pues la casa que habitaba con su familia había sido sepultada por las bombas y solo era un amasijo de ruinas.
Así explicaba su vuelta en El caballo rojo:
Al volver a Castellón, me encontré con que muchos de mis compañeros de Instituto o de juego habían muerto. En ellos, en todos los que la guerra destruyó en plena adolescencia, he pensado al escribir este libro.

Archivo donde se guarda el expediente de Alós en el instituto Francisco Ribalta, donde cursó el Bachillerato.
Se instala en casa de sus abuelos paternos, en la desaparecida calle del Agua (hoy plaza Cardona Vives).
En 1943, Concha Alós se casó con el periodista Eliseo Feijóo y se trasladaron a Palma de Mallorca donde él dirigiría el periódico Baleares. Allí Alós estudió magisterio y dio clase en dos pueblos mallorquines.
Feijóo era un jerifalte del periodismo franquista. La autora vivió en Mallorca varios años. Y ahí desarrollaría buena parte de su trabajo literario.
También formaría pareja, con el escándalo consiguiente en la cerrada sociedad mallorquina de la época, con un joven Baltasar Porcel.
Se conocieron mientras Porcel trabajaba como tipógrafo en el diario Baleares. Concha Alós se separa de su marido y se traslada a Barcelona con su nueva pareja.
Antes de instalarse en Barcelona, en 1957, su cuento El cerro del telégrafo recibe un premio de la revista Lealtad y su novela Cuando la luna cambia de color queda finalista de los Premios Ciudad de Palma de 1958.
En Barcelona, dicen que ella no sólo traducía al castellano las novelas de Porcel, sino que las mejoraba. Y consiguió, además, difundir la obra de su pareja. Ella realizaba las funciones de agente y le ayudó a convertirse en un gran escritor.
A la vez, Concha Alós escribía sus propias obras. Era una mujer «nerviosa, emotiva y obstinada» -según se autodefine en una entrevista en 1965- que desafía las convenciones de la dictadura tanto en lo social como en lo literario.
En 1962 se dio a conocer con la novela Los enanos, con la que obtuvo el XI premio Planeta, con el nombre de El Sol y las bestias.
Pero esta novela le deparó algún que otro disgusto. Ese mismo año había presentado la novela al premio de Plaza y Janés. El responsable de la editorial acusó a la novela de tener tendencias socialista, algo que impedía automáticamente su publicación. Alós, entonces, decidió presentarla al premio Planeta y ganó. Fue cuando Plaza y Janés afirmó que tenía los derechos para su publicación. Y Planeta no pudo publicar Los enanos.
La novela es en palabras de Alfons Cervera «una de las mejores y más radicales novelas de la literatura española contemporánea».
Pero fue recibida con extrañeza. Demasiado dura para ser escrita por una mujer.
Demasiado tremendista:
Así lo explicaba Montejo Gurruchaga:
Abundan en «Los enanos» los rasgos tremendistas. La tendencia estética denominada tremendismo, que produjo la literatura española de los años cuarenta ha dejado huella en esta primera novela de Alós, que muestra una especial crudeza en la presentación de la trama, con anécdotas espeluznantes y situaciones repulsivas: una visión lúgubre, triste y despiadada de la sociedad de posguerra presidida por el hambre, el sexo y la apatía.
La autora describe vidas que se cruzan en la pensión Eloísa, que es como la metáfora de un tiempo hecho pedazos.
Relata sueños que, como casi todos los sueños en tiempos oscuros, son sueños rotos.
Sólo dos años después de Los enanos, en 1964, Alós presenta su novela Las hogueras al premio Planeta y lo gana una vez más. Es la primera autora que lo gana dos veces.
Noelia Adánez, editora de Recalcitrantes, la editorial donde se ha vuelto a publicar esta obra, explicaba así su éxito:
Esta novela presenta un fresco de personajes atrapados en un espacio geográfico y existencialmente insular en un tiempo de autarquía mucho más moral y política que económica. Un espacio-tiempo de cambio entre el mundo de la posguerra, ligado al recuerdo del conflicto y de la represión, y un nuevo mundo que nace de un salto al vacío desde la memoria.
La novela fue escrita cuando el desarrollismo comenzaba y aborda la felicidad perdida desde la melancolía. Es una novela de corte realista que exploraba las zonas más delicadas del alma humana: la confusión entre el amor y el deseo, el escepticismo ante las convenciones, la ambición como motor vital, la amargura del fracaso…
La censura castigó muchas veces las novelas de Concha Alós. Lo mismo que sucedió con muchas de sus contemporáneas, como Carmen Kurtz, otra de las grandes olvidadas por la literatura canónica o Dolores Medio, que hoy es casi una desconocida. Los censores consideraban a Concha Alós demasiado violenta, demasiado procaz en su lenguaje, demasiado avanzada para su tiempo.
Pero ella logró sortear la censura con pericia y siempre mantuvo la esencia de su crítica implacable y certera. Siempre evitó que mutilaran gravemente sus textos. Creó un lenguaje de alusiones, en espiral, que hacía concesiones menores para preservar la esencia de su denuncia.
Constantino Bértolo define perfectamente cómo Concha Alós refleja en sus libros la fealdad intrínseca del franquismo:
Lo que la hace distinta, su diferencia específica, es una alta capacidad, literaria, para poner de manifiesto acaso la característica más profunda y germinal del franquismo: su fealdad. Su fealdad civil, moral, individual y colectiva.
Y a nadie le gustaba verse reflejado en ese espejo. Menos a los censores franquistas. Y mucho menos, si era una mujer la que lo ponía ante sus ojos.
Y Concha Alós era certera en su análisis, como demuestran magníficamente estas palabras de Los enanos:
Somos enanos rodeados de enanos, y los gigantes se esconden para reírse… Enano el viejo, el débil, el enfermo, el compasivo y el sentimental. Todos enanos. Todos vencidos por algo superior a ellos, más fuerte que ellos, más grande. Algo que, a veces, anida en su propio ser formando parte de su espíritu.
El mundo de Los enanos era un mundo de humillados incapaces de levantarse de la miseria, en palabras de Lucía Montejo.
Las obras de Alós retratan descarnadamente toda una época a través de personajes femeninos, en un tiempo en que la mujer desempeña un papel vicario y de sumisión.
Sus narraciones tienen a la vida cotidiana como su principal protagonista. Y por si fuera poco, aborda la Guerra Civil desde la perspectiva de los vencidos y aborda temas tabú de la dictadura. Concha Alós escribió sobre sexo, prostitución, aborto y homosexualidad.
Escribió también sobre el hambre y la miseria de la guerra. En El caballo rojo, ya citado, volcó su memoria de niña en una familia obrera que abandonó Valencia huyendo de los bombardeos del conflicto.
Casi todas las novelas de Alós están ambientadas en Castelló. Nunca dejó de tener esa ciudad en la memoria ni en sus libros.
Así, por ejemplo, en El caballo rojo (1966) documenta más que describe uno de los accesos más conocidos de la ciudad:
La carretera […] como una una superficie iluminada y gris, llena de promontorios y bultos, de desniveles en el asfalto. Los plátanos de los bordes tenían una ancha faja blanca y en las ramas les crecían hojas nuevas grandes en forma de mano extendida. Los huertos desfilaban a los lados con sus flores, sus pequeñas naranjas verdes, y toda una red de acequias controladas por compuertas regaban temporalmente la tierra rica y rojiza, siguiendo el orden establecido de abuelos a nietos.
Y en Los cien pájaros (1963) se refiere al Parque Ribalta en un párrafo en el que se adivina una oscura metáfora sobre el opresivo ambiente social del momento:
La ciudad es una próspera capital de provincias, que tiene un campanario rojizo en el centro, un paseo lleno de palomas en el que hay un estanque donde viven unos peces y unas cuantas ocas de plumaje sucio. En el verano cuando se olvidan de cambiar el agua, ésta se llena por toda la superficie con un moho verdoso y los peces asoman unas cabezas angustiosas. Da la impresión de que lo hacen para respirar.
Según pasaron los años, Alós, ya separada de Baltasar Porcel, fue rebajando su producción literaria. Cambiaría de registro.
Su novela Los cien pájaros rompe con el realismo social para ir adentrándose, poco a poco, en la búsqueda de identidad de la mujer hasta culminar en sus tres últimas novelas: Os habla Electra, Argeo ha muerto, supongo y El asesino de los sueños.
Sus libros se convierten en “narraciones antropófagas” en las que hay elementos de terror y fantasía. Rey de gatos (1972), libro de relatos, pone sobre el papel sus ansias de libertad, vital y creativa. Es una escritura directa, que golpea y que invoca lo soñado, lo subconsciente…
Sus dos últimas obras, Argeo ha muerto, supongo (1982) y El asesino de los sueños (1986), no tuvieron una buena acogida, y decidió dejar de escribir.
Una faceta menos conocida de Concha Alós es su producción periodística y su labor de guionista. Su compromiso social está presente en sus más de ochenta artículos de opinión repartidos entre La Vanguardia, La Estafeta Literaria, Diario Femenino, Destino y Blanco y Negro.

Alós, de rojo, con su hermana Mercedes, en la terraza de la casa de la escritora en la calle Martínez de la Rosa de Barcelona
La fama que adquiere en los 60 como doble ganadora del Premio Planeta se diluye con el tiempo. Hacia el final de su vida, el Alzheimer hará que ni siquiera ella misma tenga conciencia de quien fue.
Cuando falleció en Barcelona, el 31 de julio de 2011, un manto de olvido colectivo cubre ya su biografía. en el más absoluto anonimato. Apenas unas líneas en algún periódico y, según pequeñas crónicas del momento, la presencia de Maria del Mar Bonet y el fotógrafo Toni Catany en su despedida.
La cantante Maria del Mar Bonet, junto con su hermano Joan Ramon Bonet, contrató el nicho de Montjuïc donde se la enterró, al fallecer la escritora. No se le conocían familiares en aquel momento.
El escritor mallorquín Biel Mesquida lamentaba el olvido que envolvió a Concha Alós en la última etapa de su vida y la recuerda como una mujer luchadora, como las que protagonizaban sus historias:
Su vida es una historia increíble, llena de superación pero también de dolor, con detalles dignos de una novela de Bukowski. Y su muerte marca el final de una época.
Concha Alós desafió las normas y se convirtió en ‘un peligro’ como Emilia Pardo Bazán, Carmen de Burgos, María Lejárraga, María Teresa León, por citar algunas. Era una mujer que fue más allá del ámbito familiar y privado y optó por la narrativa comprometida y cruda.
No cultiva la poesía, el género literario que se consideraba más oportuno para las mujeres, cultiva una narrativa que no idealiza y pone el dedo en la llaga de una dictadura cruel.
Muestra unas mujeres que escapaban de su papel en la sociedad burguesa y biempensante. Como muestra, este botón de Los cien pájaros:
Un odio feroz hacia esta sociedad creada por el hombre, injusta con la mujer, me iba envolviendo, se me apoderaba. Hubiera estrangulado a todas las mujeres que aman, que necesitan a los hombres, que se sujetan a ellos.
El pasado mes de noviembre, la ciudad de Castelló empezó a reparar la herida del olvido con una de sus hijas más injustamente olvidadas.
Once años después de su fallecimiento y entierro en Barcelona, los restos de la escritora Concha Alós Domingo volvían a su tierra en un viaje definitivo, en el final del año en que se cumplió el centenario de su nacimiento.
En una sencilla ceremonia en el cementerio se escucharon entre otras cosas los versos de la Estrofa al vent de Gabriel Alomar, en la voz de la propia María del Mar Bonet, para hacer así presente simbólicamente a la cantante en el acto:
Jo escric al vent aqueixa estrofa alada
per a què el vent la porti cel enllà
jo vull seguir-la amb ma candent mirada,
plorós de no poder-la acompanyar.
Un ciclo de actividades bajo el título L’escriptora de Castelló, coordinado por la investigadora Amparo Ayora, la dará a conocer y la hará visible en su tierra.
Una tierra que inmortalizó en El caballo rojo:
Recordaba el Instituto de Castellón, lo idealizaba. Lo veía como un gran edificio, bellísimo, con sus escalones de mármol a la entrada y una verja de hierro pintada de negro que acababa con una especie de puntas de lanza que podían clavársele a cualquiera que intentara escalarlas de noche, cuando los bedeles cerraban. Idealizaba también a los profesores. Los veía en el recuerdo, reunidos, bien vestidos y solemnes, uno junto a otro, en un largo diván forrado de rojo terciopelo, como los de las catedrales.
Hoy, su figura se estudia en tesis doctorales de investigadores coreanos, franceses e italianos.
En 2019, Shaofan Ren publicó en China un estudio comparativo de la novela familiar china y española del siglo XX, en el que analizaba La madama (1969).
Y Nieves Ruiz trabaja actualmente en una tesis sobre el análisis de la obra de Alós desde la ecocrítica, un enfoque reciente que aplica la ecología y los conceptos ecológicos al estudio de la literatura.
Las publicaciones de Concha Alós durante su segunda etapa en la década de los setenta coinciden con el surgimiento de la Ecocrítica de la mano de Cheryll Glotfelty. Y el Ecofeminismo comienza a teorizarse por esas décadas también.
El androcentrismo y el antropocentrismo se refleja en textos de Concha Alós. La autora observaba el mundo circundante con compromiso social, pensamiento abierto y tolerante. Es aguda a la hora de plasmarlo en el papel, y osada para expresarlo de forma rabiosa y contundente.
Poco a poco, su obra vuelve a ser reeditada. Se hace justicia con una mujer injustamente olvidada.
En palabras de José Ovejero:
Concha Alós puede medirse con cualquiera de los autores de su época a la hora de denunciar la cosmética del franquismo y probablemente los supera en el retrato de unas mujeres aplastadas por una moral que exige su pureza mientras la mayoría de los hombres que las rodean lucha por corromperlas para luego abandonarlas. No recuerdo ningún otro libro que exprese tan bien como «Los enanos» la mezcla de culpa, asco, desesperación y rabia que sienten.
La historia de la literatura empieza con una mujer.
Enheduanna es la primera persona del mundo que firma un texto con su propio nombre.
La alegría de decir
De Enheduanna, no se saben los días.
Sí se sabe que hace cuatro mil trescientos años, Enheduanna vivió en el reino donde se inventó la escritura, ahora llamado Irak.
Ella fue la primera escritora, la primera mujer que firmó sus palabras.
Fue también la primera mujer que dictó leyes.
Y fue astrónoma, sabia en estrellas.
Y sufrió pena de exilio, y escribiendo cantó a la diosa Inanna, la luna, su protectora.
Y celebró la dicha de escribir, que es una fiesta, como parir, dar nacimiento, concebir el mundo.
Eduardo Galeano («Los hijos de los días»)
Enheduanna, mil quinientos años antes que Homero, escribió himnos cuyos ecos resuenan todavía en los Salmos de la Biblia. Sus textos estuvieron perdidos durante milenios y se recuperaron en el s. XX.
«Lo que yo he hecho nadie lo hizo antes»
escribe, orgullosa, Enheduanna.
Su audacia y su fuerza la hicieron participar en la política agitada de su época, y ello le hizo sufrir el castigo y el exilio.
Ostentó el importante cargo, político-religioso, de «Suma Sacerdotisa». Un papel de gran importancia social y política.
Su consuelo y protectora siempre fue la diosa Inanna, señora del amor y de la guerra.
Según nos cuenta Irene Valmor, en su magnífico libro El infinito en un junco, Enheduanna, en su himno más íntimo, revela el secreto de su proceso creativo: la diosa lunar visita su hogar a media noche y la ayuda a concebir nuevos poemas, dando nacimiento a versos que respiran.
Esta fascinante mujer describió por primera vez -que sepamos- el misterioso parto de las palabras poéticas.
Tras su muerte, Enheduanna siguió siendo recordada como una figura relevante, incluso se le concede un estatus semidivino.
Su existencia como personaje histórico se encuentra bien documentada. Existe un disco de alabastro con su nombre y su imagen que es el que aparece en la primera imagen de esta entrada.
Además, hay documentos históricos escritos que indican que era hija del rey Sargón de Acad, el primer gobernante que unió el norte y el sur de Mesopotamia.
Y se han encontrado dos sellos con su nombre, pertenecientes a sus sirvientes, al excavar el Cementerio real en Ur.

Una reconstrucción moderna del Zigurat de Ur detrás de las ruinas del Giparu – el complejo del templo donde Enheduanna vivió y fue enterrada. (M. Lubinski/ CC BY SA 2.0 )
Enheduanna es la única mujer entre los grandes autores de la literatura mesopotámica.
La extraordinaria figura de Enheduanna nos hace reflexionar sobre la educación femenina en la antigua Mesopotamia.
Se sabe que las esposas de los reyes encargaron poesía o, quizá, la compusieron ellas mismas, y a la diosa Nindaba se le atribuye actuar como escriba.
Como la historiadora Gwendolyn Leick señala:
Hasta cierto punto los epítetos descriptivos de diosas mesopotámicas revelan la percepción cultural de las mujeres y su papel en la sociedad antigua.
Debiéramos estar atentos, pues, hecho este recorrido histórico, a las esperanzas que se esconden detrás de la distopía, porque nos dicen mucho de nuestra realidad y cómo podemos transformarla.
Porque el nihilismo meramente disolvente, que mira la construcción de vínculos políticos como algo inútil sólo desemboca en la crítica amarga y en la desesperanza.
Las narraciones distópicas, al igual que sus predecesoras utópicas lo hicieron antaño, también llevan implícita la posibilidad de nuevas realidades, que hay que arrancar y cultivar mediante la acción política.
Y quiero incidir en esa esperanza y esa resistencia imprescindibles para conjurar la idea peligrosa de que vivimos un apocalipsis en tiempo real. El futuro se nos presenta como algo oscuro y amenazante. Y nos repiten machaconamente que nunca viviremos mejor que nuestros padres.
Y ese dogma apocalíptico neutraliza el espacio ético y político y deja nuestro destino en manos ajenas.
Me interesa mucho resaltar la necesidad de esquivarlo. Porque los miedos paralizan y, si estamos amedrentados, ya habrán vencido.
La esperanza en un futuro mejor depende de la confianza en nosotros mismos.
La obligación de todos y cada uno de nosotros es construir un futuro en el presente.
No existe un solo futuro, sino futuros posibles, algunos probables, otros deseables y algunos terribles.
«Sin que exista por ello certidumbre, ni siquiera probabilidad, hay posibilidad de un porvenir mejor»
(E. Morin y Kern, Tierra-Patria).
No se trata de recrear una nueva utopía. Y mucho menos de intentar sostener viejas ilusiones, sino de afrontar los retos del destino histórico de este oscuro siglo con los instrumentos de un pensamiento emancipador y de un proyecto ético al mismo tiempo. Conscientes de las raíces históricas y abiertos a la emergencia de lo nuevo.
Hay un libro de reciente aparición que parece escrito para ayudarnos en la tarea y marcarnos el camino. Se trata de Nueva ilustración radical de Marina Garcés, una de las pensadoras más lúcidas de la actualidad.
Vivimos, nos dice, en un mundo antiilustrado en el que el nuevo autoritarismo político crece, la cultura se encierra en identidades defensivas y ofensivas, el saber y la ciencia sólo sirven si son prácticos y dan soluciones.
Esta guerra antiilustrada se asienta en la credulidad voluntaria. Estamos dispuestos a creer, o hacer que creemos, lo que más nos conviene en cada momento. Y a esto se le llama posverdad. De modo que vivimos un analfabetismo ilustrado.
Lo sabemos todo, pero no podemos frenar la caída al abismo. La cantidad de información supone la imposibilidad de entenderla.
Estamos a las puertas de una rendición, de un tiempo de descuento, lo que supone dejar de ser humanos, dejar de creer en el progreso y la capacidad de usar la inteligencia.
¿Y si nos atrevemos a pensar de nuevo la relación entre saber y emancipación? Pensar es aprender a perder el miedo. Necesitamos imaginación para desbordar los cauces de un realismo que cada vez estrecha más las celdas, eleva las vallas y ensombrece los cielos, nos dice Garcés.
La nueva ilustración radical será el camino. Camino que debe combatir la credulidad y afirmar la libertad y la dignidad de lo humano, la capacidad de aprender de la experiencia.
Si en su momento la Ilustración fue necesaria, hoy es revolucionaria. Entonces fue una luz universal prometedora, hoy necesitamos construir un universal recíproco y acogedor.
La precariedad repercute ya en nuestras vidas y no sabemos cómo impedirlo. Y, cuando lo hacemos, actuamos de urgencia: rescates de migrantes, emergencias sociales de acción política, movimientos sociales de cuidados…
Parece que aceptamos que somos enfermos terminales y ansiamos sólo cuidados paliativos. Sin darnos cuenta de que esta muerte no es algo natural a nuestra condición humana, sino una muerte impuesta. Un crimen del que somos víctimas y que ocasiona necropolíticas que gestionan la muerte: refugiados sin refugio, terrorismo, hambrunas, guerras declaradas y no declaradas.
No nos extinguimos, nos están asesinando de modo selectivo. La muerte no llega, la producen. Y con esa muerte matan el futuro.
¿Qué podemos hacer?
Primero declararnos insumisos de esta ideología. Poder gritar NO os creemos. Porque la credulidad supone renunciar a la inteligencia.
Segundo, preguntar hasta dónde podemos llegar, no hasta cuándo resistiremos. Explorar límites, desenmascarar la cultura como sistema de sujeción política y volver a ajustar el desarrollo moral y cultural.
Tercero, estar alerta ante la construcción de una inteligencia artificial solucionista que pretende hacernos creer que nos llevan a un mundo sin problemas. Un mundo en el que el futuro lo diseñan el internet de las cosas, los grandes bancos y las empresas de comunicación frente a una inteligencia humana reflexiva y crítica. Un mundo smart para unos habitantes irremediablemente idiotas (en el sentido originario de la palabra: el idiota era simplemente aquel que se preocupaba solo de sí mismo, de sus intereses privados y particulares, sin prestar atención a los asuntos públicos y/o políticos) y acríticos.
Cuarto, reclamar una educación universal, fuera de las pulsiones competitivas que sólo producen desigualdad, deserciones y precarización.
Quinto, saber que la cultura no es garantía de mejora, ahí están los fascismos y totalitarismos comunistas. La cultura sólo es útil si va de la mano de la crítica y de la autocrítica.
Sexto, repensar el humanismo. Hoy se ha comprobado que el humanismo era eurocéntrico y patriarcal, lo que lo ha desprestigiado y ha hecho que se acerque a tesis neoliberales. Por ejemplo el humanismo cristiano de una Europa inhumana o el que predicaba el ínclito Aznar.
El humanismo no tiene apellidos y debe ser la capacidad de compartir experiencias, compromiso, justicia, cuidados.
Un humanismo capaz de construir universales horizontales, no verticales desde arriba, como hizo el despotismo ilustrado.
Porque nos jugamos la dignidad del destino común y ya no podemos perder el tiempo.
Necesitamos no un tiempo cualquiera sino un tiempo vivible, compartido e igualitario.
Necesitamos avanzar sin arrasar al otro, sin homogeneizar las múltiples temporalidades que convivimos en el planeta: humanas y no humanas.
Necesitamos actuar contra la lógica perversa y puramente defensiva del primero nosotros.
Y quiero terminar con una cita de la citada Marina Garcés, lúcida y combativa pensadora, que me parece una excelente carta de navegación en tiempos turbulentos:
Contra el dogma apocalíptico y su monocronía mesiánica y solucionista (condena o salvación), el sentido de aprender es trabajar en una alianza de saberes que conjuguen la incredulidad y la confianza. Imagino la nueva ilustración radical como una tarea de tejedoras insumisas, incrédulas y confiadas a la vez. No os creemos, somos capaces de decir, mientras desde muchos lugares, rehacemos los hilos del tiempo y del mundo con herramientas afinadas e inagotables.
«Poder decir no os creemos es la expresión más igualitaria de la común potencia del pensamiento”, escribe la filósofa.
Hilemos nuestro futuro en nuestro presente. Con las herramientas de nuestro pensamiento crítico y la confianza en nuestra capacidad de decir no, usando nuestra inteligencia.
(Estas doce entradas son la adaptación de una sesión impartida por mí en la Universitat d’Estiu de Gandia, en el curso “Diguen el que diguen les distopies catastrofistes, no tot està perdut. O sí?”, coordinado por el periodista y escritor Alfons Cervera, el verano de 2018.)
Todas las imágenes son de Igor Morski.
(Igor Morski)
Como vimos en la entrada anterior, los miedos cambian pero el miedo permanece.
Lo analizaremos en las obras antes citadas y veremos cómo del miedo puede surgir la esperanza.
Cómo se puede y se debe construir el futuro en el presente.
El círculo de Dave Eggers es una mirada al próximo futuro del mundo digital omnipresente e invasivo. Recoge el testigo del citado Ballard y construye distopías a partir de lo que ya ha empezado a manifestarse en el presente. Un infocomunismo, gestionado por la modalidad más depredadora del capitalismo, evidencia la pesadilla latente en la era de la transparencia, de las redes sociales y de la comunidad virtual globalizada.
Eggers resalta la dimensión moral del tema, imaginando un nuevo totalitarismo. Cuestiona los valores de una sociedad atada por las redes sociales y coloca internet en el centro de una pesadilla totalitaria.
El deseo de desaparecer es ya una disidencia en este modelo de sociedad. Un Google-panóptico global cree haber erradicado el problema del Mal a través de la hipervisibilidad.
La protagonista trabaja en una empresa, versión avanzada de una amalgama de Google, Facebook y Twitter, donde 40 hombres sabios establecen un decálogo basado en mandamientos como «los secretos son mentiras» y «privacidad es robo». Que recuerdan los lemas de 1984 de Orwell.
Y triunfa la perentoria llamada a la «transparencia». Una cámara persigue a la protagonista y, si durante unos minutos no da señales de presencia/transparencia, sus seguidores se vuelven histéricos y casi agresivos con ella.
Internet se muestra como
“la utopía postpolítica por antonomasia. Se basa en la fantasía de que hemos dejado atrás los grandes conflictos del siglo XX, […] que hemos superado la apuesta por un Estado benefactor. Tras cablear al mundo entero, Silicon Valley nos aseguró que la magia de la tecnología ocuparía naturalmente cada rincón de nuestra vida. A partir de esta lógica, oponerse a la innovación tecnológica equivaldría a renunciar a los ideales de la Ilustración: los creadores de Facebook son simplemente los nuevos Diderot y Voltaire, reencarnados en empresarios con pinta de empollones,
dice César Rendueles.
El círculo nos anima a apagar el ordenador y el móvil y a saborear el instante de silencio y desconexión.
Porque si antes, hablando de la distopía clásica, me refería al temor a la ciencia, las distopías de hoy están atemorizadas por hipotéticos desarrollos de algo ya muy conocido: la informática.
Una de las más breves (no llega a una página) e inquietantes distopías se puede resumir en pocas líneas:
Ha llegado el momento de llevar a cabo la operación final que va a unir entre sí a todas las computadoras existentes en el Universo, un circuito que acumulará todo el conocimiento almacenado en las galaxias. La primera pregunta que se plantea a la nueva computadora una vez hecha la conexión es la que ninguna máquina cibernética anterior había sabido responder: «¿Hay Dios?». Una potente voz responde inmediatamente: «Sí, AHORA sí», al tiempo que un rayo fulmina al que temblorosamente intenta desconectar el circuito
(Fredric Brown, «Respuesta»).
Es el miedo ancestral al genio —ahora en forma de máquina— que el ser humano, en su inconsciencia, ha dejado escapar de la botella y no es capaz de controlar e introducirlo de nuevo en ella.
En España, el género goza de buena salud con novelistas como Rosa Montero, C. Fallarás, Negrete, Jesús Carrasco, Andrés Barba- premio Herralde- o Ray Loriga- premio Alfaguara-.
“Cuando el presente es tan denso y está en tan rápida aceleración, es muy difícil escribir sobre él: no conseguimos mirarlo de frente porque la imagen es tremendamente borrosa, así que lo proyectamos al futuro para entenderlo”
dice José Ovejero.
Rendición de Ray Loriga es un ejemplo. Su tesis es que la aniquilación de lo humano ya habita nuestras ideas y decisiones en forma de machismo, xenofobia o patriotismo.
Emplea las mismas herramientas (y en algunos casos las mismas metáforas) que Zamiátin para representar realidades distintas.
Si en Nosotros Zamiátin nos advertía de los peligros del taylorismo y las sociedades soviéticas (incipientes cuando escribió la novela), Loriga nos advierte de los peligros de la sociedad contemporánea. Decide hablar de nuestra sociedad tecnológica, de la sobreexposición en las redes sociales, de la posverdad y la autocensura sin emplear elementos tecnológicos. Transformando lo digital en arquitectura (ciudad transparente) y a su protagonista en la versión contemporánea del «buen salvaje».
Y su mensaje es aterrador. Lo que Orwell no podría haber imaginado ni en su peor pesadilla, ni los estados totalitarios o los sistemas de vigilancia del individuo, es que no iba a hacer falta ni el espionaje ni el control ni la extorsión (ni siquiera la tortura) para sacarnos los secretos. Que los íbamos a entregar de manera entusiasta y voluntaria. Realmente no ha hecho falta que nadie nos fuerce, nos hemos prestado voluntarios a la autodelación, nos dice.
Una tibia excepción al catastrofismo, es la sólida antología Mañana todavía, cuyo título habla de esperanza y catarsis, porque pensar que habrá un mañana es ya un gesto positivo.
No obstante, los futuros que describen los 12 relatos recogidos distan de ofrecer un futuro agradable. Incluso dos de ellos, los de Marc Pastor y José María Merino, se atreven a llevarle la contraria a uno de los tópicos tradicionales del género: el poder redentor de la ficción y la fuerza transformadora de la imaginación sobre lo real. En ellos, incluso la ficción es pervertida como instrumento de control.
Mañana todavía ofrece una excelente panorámica del buen estado de salud de la literatura distópica en España.
Los relatos no juegan a las quinielas con el porvenir: usan las herramientas de la ficción para desvelar la estructura profunda y los peligros del presente.
Hablan más de las ansiedades y neurosis del hoy que de los deseos de corregir el futuro (que ya ni se espera). Y ese discurso no hace otra cosa que subrayar el pesimismo que no permite encontrar una razonable parcela de porvenir.
Se podría decir que vivimos un presente donde parecen haberse cumplido parcialmente muchas de las distopías del siglo XX.
Además de las ya señadas de Orwell y Huxley, algunas distopías parecen ya cercanas, como la vida virtual después de la muerte: el cerebro sigue vivo en un «paraíso» controlado por la tecnología. Algo que, por extraño que pueda parecer, ya están haciendo algunas empresas.
Son reales hasta los coches de conducción automática que imaginó William Gibson en su obra germinal del ciberpunk, Neuromante.

(Igor Morski)
Las distopías lanzan un mensaje de alerta: nada es imposible, todo puede suceder. Vigila las señales, mantente con los ojos abiertos. Tu realidad es más distópica de lo que piensas. Pero llevan dentro la solución: ha pasado, está pasando y seguirá pasando si no haces nada. Si no te rebelas.
No permitas que te manipulen, no consientas que tu identidad se pierda, no tengas miedo.
El conocimiento es tu mejor defensa. Busca la verdad y nunca te conformes con la suya.
Aprende del pasado para entender el presente. Para construir el futuro.
El siglo XXI acentúa el miedo y el desconcierto que ya vimos en el XX. Ignacio Ramonet -padre de la expresión pensamiento único- titulaba en 1998 una de sus obras de manera muy elocuente: Un mundo sin rumbo y ahí escribía:
“En vísperas de la entrada en el siglo XXI es fácilmente constatable que la incertidumbre se ha convertido en la única certeza”.
Y Manuel Castells en su trilogía sobre La era de la información hablaba también por esas mismas fechas (1996) de un “cambio incontrolado y confuso” como característica destacada de la novedosa era de la información:
“En un mundo como éste, de cambio incontrolado y confuso, la gente tiende a reagruparse en torno a identidades primarias: religiosa, étnica, territorial, nacional, que es lo que explicaría el actual auge de los nacionalismos y los fundamentalismos religiosos como garantía de seguridad personal”.
Es evidente que nos hallamos en medio de una crisis muy profunda, que evoca por sus efectos la Gran Depresión de los pasados años 30 y cuestiona los fundamentos del sistema (Estado de Bienestar) e incluso la supervivencia de la propia Unión Europea (Brexit, 23.VI.2016).
Los más pesimistas sostienen que lo que se cuestiona es la propia democracia.
El desconcierto genera derrotismo. Se nos ha apagado la luz, y lo vemos todo negro. Porque desde los griegos, miramos con los ojos de la razón: según nuestro refranero, el que no sabe (no comprende) es como el que no ve.
Y también el desconcierto genera desconfianza hacia el futuro, como evidencian las nuevas distopías que dejan de ser críticas y esperanzadas y vuelven a ser catastrofistas.
La literatura distópica ha vivido siempre sus momentos de mayor creatividad después de grandes crisis colectivas, que han colocado grandes interrogantes sobre el futuro.
1984, y Fahrenheit 451 fueron hijas de la II Guerra Mundial, del mismo modo que la crisis del petróleo en los setenta dejó su huella en obras de los 80 que planteaban serias preocupaciones medioambientales, como ya vimos.
Con el 11-S de 2001 se pone en marcha de nuevo la historia que se creía acabada – y ¡de qué modo!- y la realidad nos golpea duramente.
Pero la pregunta que late ahora ya no es hacia dónde vamos, sino hasta cuándo resistiremos.
La nueva era tras el 11-S, la crisis económica, la renacida expansión del Ébola y la reciente y persistente amenaza de la Covid-19 junto a los actuales conflictos en Gaza, Ucrania y Siria -y la actual guerra de Ucrania- delimitan los perfiles de un presente inestable de guerras declaradas y no declaradas.
Y por otra parte, el control químico del bienestar, la videovigilancia, la hipervisibilidad de las redes sociales y los esbozos del transhumanismo definen un presente cada vez más parecido a las viejas distopías.
La crisis económica de 2008 cuestiona incluso la validez del propio sistema capitalista.
Vivimos sobre burbujas siempre a punto de estallar, en tiempo de descuento. Y los recortes, que limitan nuestra dignidad, se hacen en nombre del dogma de la sostenibilidad del capitalismo.
Y ya amenazan gravemente nuestras vidas presentes: trabajadores pobres, vidas sin vida, soledad hasta en la muerte…
En la tabla derecha de su Tríptico del Milenio -conocido como El jardín de las delicias–, Hieronymus Bosch, El Bosco, pintó el Infierno.
Ese infierno inquietante es, según el crítico John Berger, una extraña profecía del clima mental de nuestro mundo de hoy.
En este espacio infernal no hay horizonte. No hay continuidad entre las acciones, no hay pausas, no hay rutas, no hay patrón, no hay pasado ni futuro. Sólo el clamor disparatado y fragmentario del presente. Por todas partes hay sorpresas y sensaciones, pero en ninguna parte hay desenlaces. Nada fluye, todo interrumpe. Hay una especie de delirio espacial.
Cualquier programa de noticias de los medios, tiene una incoherencia comparable de estímulos separados, un frenesí similar.
Seguimos sin futuro, y el presente eterno y benéfico que nos prometía la globalización ha dado paso al tiempo inestable de la insostenibilidad del sistema y del planeta.
La sensación, como afirma Marina Garcés en su ensayo Nueva ilustración radical, es que o esto cambia radicalmente o se colapasa.
Y esto produce la reacción del ahora o nunca de los movimientos de protesta, la ola feminista o la cultura libre.
Nos sentimos impotentes para actuar sobre nuestro bienestar y surge una nueva desesperación de condición póstuma que se explora por medio de la rebeldía y también de la literatura, los medios audiovisuales y las artes.
Y las distopías son uno de los caminos elegidos.
En las primeras dos décadas del XXI se dispara el género y la media llega casi a veinte libros por década.
Desde la sugerente Nunca me abandones, del Nobel Kazuo Ishiguro (2005), a Mañana todavía. Doce distopías para el siglo XXI (2014) y Rendición (2017) de Ray Loriga, pasando por El círculo de 2013.
La distopía parece estar viviendo un momento dorado, tanto en el mercado editorial como en el audiovisual.
En la historia de las sociedades –explica el historiador francés Jean Delumeau–, los miedos van cambiando, pero el miedo permanece.
Lo analizaremos con más detalle en la entrada siguiente.
Imágenes 3 y 5: Igor Morski
A los personajes de 1984, y de Un Mundo Feliz, no se les da la posibilidad de sobrevivir al régimen. Los personajes y lectores de las distopías críticas pueden intuir un horizonte de esperanza mediante finales ambiguos que parecen evitar a toda costa el cierre absoluto de la narración.
Raffaella Baccolini, académica especializada en distopías escritas por mujeres, considera que son estas quienes han hecho emerger el nuevo género literario de la distopía crítica en obras que describen una sociedad futura alternativa.
La Parábola del Sembrador de Octavia E. Butler es un ejemplo: su protagonista huye con los supervivientes de una sociedad marcada por la escasez y la pobreza para intentar formar una comunidad alternativa. Narra la posibilidad utópica dentro de la sociedad destruida, resistiéndose y dejando espacio para la esperanza.
Es evidente la trascendencia que este tipo de narrativas ha tenido en la tradición literaria feminista. Han sido las encargadas de liberarse de ese aire de arcaísmo y falsa llegada a meta que envolvió a varios de los movimientos feministas en la década de los 80, herederos del conservadurismo citado de los 50.
En los 80 se reivindicaba otra vez, desde el patriarcado, una vuelta romántica a los valores femeninos que sólo escondía el sometimiento de las mujeres.
Las distopías feministas son textos críticos que integran dos factores esenciales. El primero la crítica del patriarcado y el segundo la reacción y fuerza necesarias para establecer una resistencia y una esperanza.
La distopía crítica abre la puerta a la reivindicación de aquellos personajes, tanto del mundo literario como del real, que han sido marginados y a los cuales se les ha negado cualquier tipo de poder debido a su raza, género, sexualidad o clase, en este caso específico, de la mujer.
El Cuento de la Criada es un ejemplo claro de este tipo de distopías.
La historia de la criada llega a nuestras manos por medio de unos académicos que están dando una conferencia en un tiempo posterior al de la sociedad de Gilead.
Por tanto, el régimen ha caído y el lector se aferra a la esperanza de que la protagonista de la novela haya logrado escapar. Un epílogo (al que Atwood recurre después de que la voz de Deffred se silencia súbitamente) desvela, de forma metaliteraria, que nuestra lectura es la reproducción de un trabajo basado en la grabación de una mujer, en primera persona.
Margaret Atwood era de ascendencia puritana y su libro es una recreación del sueño de los primeros puritanos, tema de estudio de la autora en Harvard bajo la dirección del profesor Perry Miller, a quien está dedicada la novela.
Muchos aseguran que los puritanos vinieron a América, persiguiendo la posibilidad de fundar una sociedad teocrática que no toleraría ningún tipo de oposición.
La novela de Atwood, El cuento de la criada, representa esa sociedad soñada por ellos y también alerta sobre los peligros de una sociedad teocrática, que la autora representa perfectamente en Gilead.
Margaret Atwood escribió este libro a mediados de los ochenta. Periodo en el que, especialmente en Canadá, reaparece el movimiento feminista.
Frente a él, surge el de los partidarios de un nacionalismo agresivo y grupos conservadores que destacan el papel de la mujer como guardiana de la fe y la lengua e instan a las mujeres a renegar de la revolución sexual ocurrida en las pasadas décadas. Esto alerta a los movimientos feministas, que temen el retroceso cultural y la pérdida de todo lo alcanzado.
Junto a este temor posible, está el temor real a un mundo deshecho por la polución, la radiación y la infertilidad, que se manifiestan en bajos índices de natalidad y degradación del medio ambiente.
Es casi imposible leer la novela de Atwood sin advertir las similitudes que hay entre dicha novela y 1984.
Ambas narraciones se enmarcan en una sociedad distópica en transición, creada como utopía y sociedad perfecta, en donde el contacto entre ciudadanos está prohibido y las libertades restringidas.
Pero Atwood va más allá.
El cuento de la criada (1986) es uno de los más aterradores retratos de una sociedad totalitaria y una de las pocas obras que se ha aventurado a tratar la relación entre política y sexualidad. Y la distopía es una de las formas más efectivas de hacerlo.
La novela está cargada de connotaciones simbólicas de lo femenino. Está narrada por una mujer y escrita por una mujer como Margaret Atwood que tiene una aguda conciencia de género y una visión profunda y cortante de las estructuras sociales. Así como un manejo magistral de la construcción de personajes que encarnan la condición humana.
La intención con la que escribió su novela no era únicamente la de responder la pregunta esencial que toda distopía plantea: ¿Podría suceder aquí?, sino sugerir además que ya había sucedido en algún lugar.
Los que, en el relato, encontraron el manuscrito-grabación le dieron el título propio de la tradición literaria anglosajona, de Cuento de la criada, lo que resta de entrada seriedad al documento que presentan: su historia es un cuento.
Y como en los cuentos, hay todo un marco simbólico que esconde un mundo ancestral de signos encriptados:
Las flores siempre enmarcan una habitación, un pensamiento o la visión del pasado de la protagonista. Son empleadas con dos fines específicos: por un lado, reflejar una esterilidad generalizada, lirios de colores claros, producto de un mundo anterior permisivo y desenfrenado. Y por otro, representar una sexualidad aún viva, colores rojos, aunque prohibida y restringida. Su presencia es casi premonitoria en cada una de las escenas de la novela en las que la mujer se define y se redefine a sí misma y simbolizan a una de las principales características de la distopía crítica, el horizonte de esperanza.
Los espejos son el símbolo fundamental de la represión sufrida por la mujer en la sociedad propuesta por Atwood. Al estar prohibidos, se niega a las mujeres la posibilidad de empoderarse de su feminidad, de ser conscientes de sí mismas. Los espejos, pues, acompañan el desarrollo de la conciencia individual de Deffred, conciencia que es la de todas las Criadas y de todas las mujeres oprimidas y que genera la posibilidad de una salida.
La palabra. Atwood propone una sociedad donde el lenguaje se manifiesta como arma poderosa de control, como hacía Orwell, Quien controle el lenguaje puede ejercer el poder sobre aquellos que no lo hacen.
El primer paso es despojar a la mujer de su nombre. No es algo raro. En gran parte del mundo las mujeres, una vez contraen matrimonio, adoptan la partícula “de” y el apellido de su esposo, como le ocurre a las criadas, lo que denota propiedad y pérdida de identidad. Por eso el nombre verdadero es el amuleto que empodera a la protagonista.
“Guardo este nombre como un secreto, como un tesoro que desenterraré algún día. Pienso en él como si estuviera sepultado. Está rodeado de un aura, de algo parecido a un amuleto, a un sortilegio que ha sobrevivido a un pasado inimaginablemente lejano. Repito mi antiguo nombre, me recuerdo a mí misma lo que hacía antes, y cómo me veían los demás”
Tanto la lectura como la escritura son, en Gilead, actos prohibidos para las Criadas, como lo eran para las esclavas negras.
La protagonista trabajaba en su vida anterior en una pequeña biblioteca, donde manejaba esos libros inútiles que se grabarían en CD-Rom antes de su eliminación. Atwood pretende también que recordemos Fahrenheit 451.
Los recuerdos. La destrucción de la memoria y la historia es, como dijimos, elemento fundamental de la tradición distópica. Los recuerdos son su antídoto. Deffred relata su historia para tejer su camino hacia la resistencia. Recurre en su tiempo libre – tiempo en el que no está siendo utilizada – a narrarse a sí misma las historias de su pasado para ir recomponiendo su identidad como mujer, como esposa, como hija, amiga y madre. Lo que nos lleva a concluir que su voz, su historia, su memoria puede ser interpretada como estocada final a un régimen distópico que finalmente cae.
Las mujeres tuvieron un papel fundamental en la distopía, como ya señalamos. Pero no había perspectiva de género, excepto en Burdekin. En Atwood también la hay.
Exagera las prácticas de género que se conciben como normales en nuestra sociedad: la limitación del papel de la mujer a la maternidad y el cuidado y la vejación de aquellas que se resisten a estos límites para criticar la imposición de normas sexistas. Además, en El cuento de la criada las personas son catalogadas y reciben un papel determinado en función de su género: las Criadas deben funcionar como máquinas reproductoras, cumpliendo sus “destinos biológicos”. Como las Martas, Tías y Esposas.
La distopía crítica feminista manifiesta en el siglo XX las esperanzas y temores de las mujeres que en un mundo cambiante deben redefinir constantemente su identidad femenina. Pero, pese a intuir un futuro nefasto para ellas, no lo dan todo por perdido y piensan en la posibilidad de formas sociales alternativas basadas en valores no típicamente masculinos. Y nos advierten que sólo evitaremos el turbio futuro si consideramos la distopía como una señal de aviso respecto a los problemas de nuestro propio presente y luchamos por evitarlos.
La primera reacción al leer El cuento de la criada en los años 80 sería probablemente pensar: “Esto no podría pasar aquí”. Porque efectivamente dada la cercanía en tiempo y lugar de la novela, parece poco verosímil que en un país como EE.UU. pueda llegar a surgir una situación así…
Pero la misma Margaret Atwood nos dice hoy:
Aunque finalmente terminé esta novela y la titulé El cuento de la criada, dejé de escribirla varias veces porque la consideraba demasiado exagerada. Tonta de mí. Las dictaduras teocráticas no se encuentran sólo en el pasado distante: Hay un número de ellas en el planeta hoy. ¿Qué impide que Estados Unidos se convierta en uno de ellos?
Ya hemos visto los retrocesos de derechos en Europa, particularmente la oriental, ha llegado un energúmeno machista a la presidencia de Estados Unidos, ganaron y vuelven a avanzar los talibanes en Afganistán, Rusia despenaliza la violencia machista, e ISIS y Boko Haram aterrorizan a las mujeres…
Se criminaliza la ideología de género desde la Iglesia católica y los partidos, como una parte del PP y toda la ultraderecha.
Y en EE UU se ha revertido el derecho al aborto.
La autora de El cuento de la criada habló sobre esto unos días antes de que saliera el fallo de la Corte Suprema en un artículo que tituló “Yo inventé Gilead, ahora la Corte Suprema lo está haciendo realidad”.
Ahora será muy difícil refutar una falsa acusación de aborto. El mero hecho de sufrir un aborto espontáneo o la afirmación de una expareja resentida podrá fácilmente llevar a que a una mujer se la tache de asesina. Proliferarán las acusaciones por venganza y despecho, como ocurría con las denuncias de brujería hace 500 años.
Distopías literarias y futuros posibles. Distopías socioeconómicas y antifeministas (VIII)
Y llegamos, tras las grandes obras distópicas, a la segunda mitad del XX donde sigue la peculiar y específica locura destructiva de ese siglo. Tras las dos grandes guerras, los totalitarismos, los campos de exterminio nazis, el Gulag, Hiroshima y Nagasaki, llegan Corea y Vietnam, el genocidio camboyano, la guerra del Golfo, Bosnia, cientos de guerras anónimas, las grandes hambrunas africanas en el siglo de la abundancia y el genocidio silencioso y permanente del Tercer Mundo.
Y las distopías siguen reflejando los temores concretos de este mundo oscuro.
De los 50 a los 80 se publican una media de cuatro distopías por década, que introducen nuevas preocupaciones al hilo de los miedos del presente. Desde Fharenheit 451 a Rascacielos de Ballard pasando por la novela inspiradora de Blade Runner ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick , adaptada libremente por Ridley Scott en la película Blade Runner en 1982.
La novela de Philip K. Dick es un trabajo clave de la distopía posmoderna. El autor reflexiona sobre el poder de los medios de comunicación, la difuminación de las barreras entre lo real y lo virtual, lo natural y lo artificial, el original y la copia.
¿Qué ocurriría si llegamos a ejercer un control tal sobre la genética que creamos réplicas perfectas de nuestra especie, de una especial belleza, fuerza física o inteligencia, pero pensadas para que sirvan a sus creadores humanos?
En una línea nueva, más socioeconómica que política, Mercaderes del Espacio (Pohl / C.M. Kornbluth) refleja admirablemente la superpoblación y las transnacionales que controlan el mundo.
Aún hoy asombra la capacidad predictiva de los autores de esta novela, que en 1954 describieron un futuro en el que los dogmas del neoliberalismo, del capitalismo más salvaje, han sido impuestos al conjunto de la humanidad.
El resultado es una sociedad consagrada exclusivamente al comercio y al consumo, entendidos casi como una religión.
La sociedad está rígidamente estratificada en niveles o castas, siendo la más numerosa la de los consumidores, que representa al noventa por ciento de la humanidad, miserablemente explotada por las empresas de todo el orbe, y cuya única razón de existir es, como su propio nombre indica, la de consumir más y más a fin de que el sistema siga funcionando.
En muchas de las nuevas distopías se habla de crisis ecológicas y de calentamiento global, de la subida de los mares y de sus consecuencias previsibles.
Si hojeamos un periódico y tomamos diferentes noticias al azar, podríamos encontrarnos hoy con encabezados y noticias idénticas a sus argumentos.
No por casualidad, en estos años, uno de los temores -que es visto como amenaza- es la posibilidad de un cambio del papel social de las mujeres.
Terminada la segunda guerra mundial se produce un estudiado proceso de “vuelta al hogar” de las miles y miles de mujeres que tuvieron que incorporarse a la producción durante la guerra, por falta de mano de obra masculina, o por necesidad de mantener a la familia.
Una gigantesca campaña de propaganda se puso en marcha para difundir los valores concretos de madre y esposa que se suponía debían encarnar las mujeres. la sociedad patriarcal y capitalista vivía con angustia lo que sucedería, si se tomaba demasiado en serio la liberación de la mujer.
Esta campaña se reprodujo con especial énfasis en el franquismo a través de la Sección Femenina de Pilar Primo de Rivera:
No fueron pocas las obras distópicas de clara orientación antifeminista que imaginaron sociedades en las que reflejaban esos temores. Unas mostraban el terror futuro que nos aguardaba con la liberación de la mujer, otras satirizaban y ridiculizaban el nuevo papel de las mujeres en la sociedad.
La sociedad norteamericana de los 50 y 60 fue en la realidad una verdadera distopía para las mujeres, que sería analizada luego por Betty Friedan en “La mística de la feminidad”.
Friedan constata que las decisiones editoriales de revistas femeninas son adoptadas por una mayoría de hombres que insisten en mostrar historias de mujeres felices, amas de casa. O bien las presentan como activistas neuróticas e infelices.
Crean así la mística femenina: la idea de que la realización natural y propia de la mujer consistía en dedicar su vida a ser amas de casa y madres.
Friedan señala la gran diferencia de estas revistas con las que se publicaron en la década de 1930, en las que con frecuencia aparecían mujeres heroínas, seguras e independientes:
Las revistas femeninas habían aparecido en la década de los felices veinte. Todas ellas propusieron un modelo de mujer nueva que oponer a la abuela ignorante y caduca.
Sin independencia económica, el modo de vida del ama de casa en el nuevo hogar tecnificado, produce soledad, depresión y otros cuadros médicos calificados como «típicamente femeninos».
Friedan analiza el sistema económico en el que se vende a las mujeres, en estos años, una identidad acorde con la unidad familiar de consumo en que se ha transformado la familia. La mujer nueva se transforma ahora en la mujer moderna encerrada en el hogar:
No tenía sentido salir a competir en el mercado por un puesto de cualificación media o baja cuando se podía ser su propia jefe. Una «mujer moderna» no sólo tenía a punto su hogar tecnificado, sino que establecía las relaciones por las cuales el marido podía progresar: reuniones, asociaciones, cenas, partys, que hincharan las velas del progreso familiar.
Friedan puso nombre a la opresión que en épocas anteriores se había conocido con diversos nombres pero que no se recordaban por el «olvido histórico». Su importancia está en que facilitó a miles de amas de casa de diversos países, los medios para identificar su situación de malestar no solo personal sino, colectiva.
Y llegamos a los años 80. Eran los tiempos del todo se acaba. La historia, las revoluciones, las ideologías. La globalización neoliberal nos prometía un presente eterno y el futuro se consideraba cosa del pasado. Era el tiempo de la posmodernidad. Y el tridente Margaret Thatcher, Ronald Reagan y Juan Pablo II puso las bases del neoliberalismo más salvaje. La nueva cara del capitalismo.
Aparece entonces la distopía crítica, un nuevo subgénero que decide mantener viva la esperanza de derrotar la distopía y reemplazarla por una eutopía, término que resalta los valores positivos y realizables de la utopía.
Las distopías críticas no son pesimistas sino esperanzadoras y rechazan, además, la tentación anti-utópica inherente a las distopías clásicas.
Las analizaremos en la próxima entrada.